Amigos del alma

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Sábado 14 de Noviembre de 1992

1:00 AM


El viento arrastró las nubes y gran parte de las hojas de los arces, tirándolas a la calle húmeda. Música instrumental aportaba elegancia a las triviales charlas nocturnas dentro del bar, ritmo que continuaría hasta que el cielo aflojara hacia los azules.

Los clientes habituales, adictos al singular ambiente ofrecido por músicos y bebidas, esperarían al cierre del recinto para retirarse. El cantante de turno, en cambio, era a penas admisible en el recinto a causa de su corta edad; no compartía su aguante.

Teo cedió su lugar en la tarima, se dirigió a la barra ocultando los bostezos.

—John —llamó apoyando la cabeza entre los brazos sobre el mesón, listo para dormir—. ¿Dónde está Jacob?

El mayor lo vio desde unos metros, esbozando una sonrisa compasiva. En respuesta señaló un rincón del salón.

Teo divisó a su tutor, quien debía acompañarlo a casa. Jacob charlaba entusiasmado... demasiado entusiasmado. «Ay, no ¿Está ebrio?», se lamentó Teo. Tener que esperar el cierre del local para que John lo acompañara a casa era tortuoso. Berrinchudo, se dio de cabeza contra el mesón.

No lo pensó mejor.

Olvidó que la bandana en su frente no era un adorno. El suave golpecito desató su chillido de arrepentimiento instantáneo, el que culminó en un lloriqueo con ambas manos sobre la cabeza. John se le acercó preocupado.

—¡Teo, por un...! —espetó el mayor, pasando de la indignación a la lástima por los pucheros del chiquillo—. Ten cuidado, te vas a sacar el cerebro.

—¿Qué cerebro?, ¿no ves lo bruto que soy? —sollozó exageradamente, sacándole una sonrisa.

—No voy a contradecirte.

—¡Agh! ¿Tú también lo crees? —John dejó unas palmaditas en su cabeza. Sólo bromeaba—. Ya estoy grande, voy a cumplir diecinueve, no me des esos mimos —protestó de ojos cerrados, sin oponerse realmente.

—¿Un sermón entonces?

—No... Llévame a casa, por favor.

No había manera. John no podía dejar su lugar hasta el cierre del local y Teo bien lo sabía. El chiquillo no tenía valor para caminar solo a casa a esas horas, le quedaba acomodarse por ahí y dormir un poco en la espera.

En la mesa del rincón olvidado del bar, la conversación con el fantasma continuaba.

Jacob se había vuelto fastidioso tras la primera dosis de alcohol en su sangre: con completa seriedad habló de sus dilemas económicos y el manejo del local, asuntos técnicos de los que la mente dispersa del fantasma no alcanzó a retener ni la mitad. Él estaba distraído con la música. Más aún, por la intriga que le causaba cierta persona.

Cuando Teo dejó el escenario, Hangi lo siguió con la mirada hasta la barra sin conseguir voltear de regreso a la conversación. Las palabras de Jacob pasaron sordas por sus oídos. Necesitaba decir algo.

—Él no me agrada —murmuró incómodo.

Su lenguaje corporal, encorvado al frente y frotando las manos entre las rodillas, hablaba de cuán intimidado se sentía.

Jacob perdió el hilo de su propio relato. El recelo del fantasma por poco le devolvió la completa sobriedad. Desconcertado y preocupado, se inclinó sobre el mesón.

Hangi se veía avergonzado.

—¿Qué? ¿Por qué? —inquirió Jacob—. Creí que te había gustado su presentación.

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