Prólogo

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Rafael estaba agotado, había pasado los últimos dos días trabajando en el turno de noche y aunque no había sucedido nada importante habían tenido que salir de comisaría en varias ocasiones y, entre el trajín de atender varias llamadas y patrullar la zona, no había tenido un solo momento de paz.

Así que en lo único en lo que pensaba mientras conducía camino a casa, a las seis y media de la madrugada, era en darse una ducha, meterse en la cama y dormir dos días seguidos, quizás tres. Ni siquiera pensaba dedicarle un minuto a su estómago y desayunar antes de dejarse caer derrotado por el sueño. Solo podía imaginarse bajo las frescas sábanas de su dormitorio, con las persianas hasta abajo y las cortinas corridas para evitar cualquier atisbo de luz que pudiera colarse entre ellas.

Metió el coche en el parking de su edificio y cogió el ascensor. Era demasiado temprano para que el portero estuviera en su puesto así que ni siquiera se molestó en ponerse la camiseta que llevaba colgando del hombro. El calor era desquiciante aun estando en pleno mes de junio. Asustaba pensar siquiera cómo sería el mes de agosto.

Empujaba la puerta del ascensor, cuando escuchó un golpe y un gemido de dolor. Abrió la puerta, temeroso de haberle arreado a alguno de sus vecinos de la jet set, cuando se encontró de frente con una diosa en miniatura de profundos ojos cafés y una larga melena rubia que se derramaba lacia sobre sus hombros desnudos y su espalda. El color de su pelo competía con el de sus ojos, lanzando reflejos dorados en la claridad de la mañana.

—¿Estás bien? —preguntó pecando de poco original.

—Creo que sí, ¿a dónde ibas con tanta prisa? —preguntó la herida con una voz ronca, sensual y cierta diversión en su tono. Se quedó mirando su torso desnudo y, ante aquella mirada, Rafael notó que su temperatura corporal aumentaba considerablemente y no precisamente por el calor del ambiente.

—A mi casa, aunque la pregunta correcta sería, ¿a dónde ibas tú a estas horas, o de dónde vienes? —añadió con una sonrisa—. Yo vivo aquí —dijo señalando la puerta que tenía en frente con un gesto de la cabeza y un guiño pícaro.

—¿Así que tú eres el policía? —preguntó mientras perdía el equilibrio sobre sus tacones de aguja al coger una enorme bolsa del suelo.

—¿Y tú eres...? —la interrogó con una irresistible sonrisa en los labios y cierta expectación en la mirada.

Alejandra pensó que esa sí que era su mejor arma y no la reglamentaria, además estaba segura de que él lo sabía y lo explotaba, pocas mujeres serían capaces de verle sonreír así y no aceptar lo que fuera que quisiera pedirles.

— Alejandra , tu nueva vecina —le tendió la mano y se sintió tonta, lo mejor hubiesen sido dos besos.

Como si le hubiese leído la mente, tomó la mano que le ofrecía para atraerla y rozar sus mejillas con los labios.

—Encantado, Alejandra. Nos vemos —dijo mientras buscaba en sus bolsillos la llave de su casa, deseoso de escapar de allí.

«¡Jolín con el policía! ¡Más que aplacar los ánimos los enciende!» pensó Alejandra mientras entraba a trompicones en el ascensor. Al parecer, ser funcionario era rentable ya que se podía permitir vivir en pleno centro del mundo.

Rafael cerró la puerta y se apoyó contra ella, había cortado tan abruptamente la conversación porque, a pesar del cansancio, el calor y lo poco erótica que era la situación, la nueva vecinita y su perfume lo estaban tentando demasiado. Iba a tener que investigar con el portero, estaba seguro de que si le llevaba una cervecita bien fría conseguiría enterarse de lo que no estaba escrito.

Una vez decidido su método de actuación volvió a ser consciente de su propio cuerpo, que le pedía a gritos que se ocupara de él. Retomó su plan anterior, ya que en ese momento una ducha fría era vital para que pudiera pegar ojo después de la escena vivida.

NO TE VAYAS ESTA NOCHEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora