La llegada

7.9K 551 65
                                    

Brooke se apareció en Rumanía, con su gastado maletín marrón de sanadora echado al hombro.

Tenía el largo pelo oscuro trenzado a la francesa (para evitar chamuscárselo, como le había sucedido cuando no era más que una novata), llevaba puesto un traje negro ignífugo que la cubría de arriba abajo y unas botas protectoras. Era un día caluroso, y definitivamente no tardaría a sudar. Pero cuando trabajabas con dragones, el pasar calor era algo a lo que debías resignarte.

Se llevó a la boca la punta de la trenza y la mordisqueó, observando las montañas con interés. Nunca había estado en Rumanía, y tenía curiosidad por ver en qué tipo de zona mantenían allí los dragones. 

Las puntas quemadas le crujían entre los dientes. Había luchado por quitarse aquella manía de mordisquearse el pelo,  sin demasiados resultados hasta el momento.

Mientras caminaba rápidamente hacia la señal donde había quedado en uno de los encargados, iba repasando los pasos que daría para sanar al dragón o dragona de la viruela de dragón. Le habían informado de que era muy severo, que corría peligro de muerte. Así pues: ¿Por qué no la habían llamado antes?

A Brooke le encantaba su trabajo. Le encantaban los dragones. Esos gigantes alados, libres, poderosos, casi invencibles, que podrían matarla con un simple suspiro llameante.

¿Por qué no podría ser ella una dragona?

Dejó de mordisquearse el pelo cuando se encontró con un hombre al lado de la señal. Era algo más bajo que ella, grueso en rasgos generales. Tenía ojillos de ratón, nerviosos, que la miraron con cierta extrañeza al verla acercarse con el traje, tratando de procesar que "Webber" era una mujer.

–¿Webber? − preguntó algo dudoso.

Brooke se mordió la mejilla por dentro para tratar de controlar la rabia que ya notaba subiendo desde su estómago. Era una de las mejores cuidadoras de Estados Unidos, posiblemente de otros tantos países más. Y seguían volviéndose escépticos cuando la veían llegar. Bien, ella podría no ser tan ancha y fuerte como solían ser los que trataban con dragones, pero la fuerza bruta estaba lejos de ser lo más importante.

–Brooke Webber, sí −le estrechó la mano casi, casi con demasiadas ganas− ¿Hay algún problema?

El hombre tuvo la decencia de enrojecer. Aquello ayudó a que se relajase un poco, aunque seguía cabreada y sus ojos oscuros seguían demostrando lo indignada que todavía estaba.

–No, claro que no − mintió. Aquello volvió a enfadarla –. Yo soy Franklin Roux.

Echaron a caminar, mientras le iba preguntando diferentes aspectos del dragón: Años, raza, personalidad, estado de salud...

Brooke volvía a mordisquearse el pelo mientras se concentraba. Cuando se acercaron al dragón enfermo, un chico de pelo de un naranja encendido (hombre, más bien) se estaba quitando una camiseta que se estaba quemando, mientras mascullaba improperios. Dejó al descubierto una espalda ancha y fuerte, surcada de pecas.

La cuidadora se sorprendió al verle la piel. Podía jurar que jamás había visto a alguien con tantísimas pecas.

–Caray Norberta, ya te vale − mascullaba el hombre mientras pisoteaba la camiseta−. Creía que ya habíamos superado la etapa de la ropa protectora...

La chica carraspeó. El hombre se dio la vuelta, dejando ver un pecho igual de pecoso y fuerte. Tenía dos trocitos de cielo desgastado por ojos, y un feo trozo de piel brillante por quemaduras en el brazo izquierdo ( Brooke conocía muy bien ese tipo cicatrices y quemaduras, siendo la suya más visible era una horrible cicatriz en un lateral del cuello). A pesar de que había estado a punto de quemarse de bastante gravedad, sonreía.

Miró a Brooke con ojos inocentes, casi de niño.

–¿Webber?− volvió a preguntar, pero sin rastro del retintín del otro hombre.

–Brooke Weber− repitió ella, ya mirando a la dragona−. Puedes llamarme Brooke. Y esta es... ¿Norberta, has dicho? − sonrió.

Era un ejemplar de Ridgeback Noruego espléndido, aunque la viruela ya le había dejado manchas y se le habían caído las escamas en algunas zonas. La cresta negra azabache superaba el metro de alto, aunque tenía manchas verdosas ocasionadas por la viruela en muchas de ellas. La dragona giró sus ojos verdes con las pupilas irisadas hacia ella, amenazándola de muerte. Brooke volvió a sonreír.

–Sí, Norberta − musitó el hombre–. Vino con el nombre − añadió, como necesitando excusarse − y yo soy Charlie.

La dragona ya estaba encadenada. Brooke agarró el asa de su maletín y se giró hacia los dos hombres.

–¿Podríais dejarme un poco de espacio?

–¿Estás segura? − preguntó Franklin.

Brooke resopló, sintiendo como las mejillas se le encendían por la furia. Se giró lentamente (estaba al lado de una dragona, no debía hacer movimientos bruscos) y con un ojo atento a la criatura, volvió mirar al hombre.

–Mire, Franklin. Si le digo que se aparte, usted se aparta. Si le digo que se acerque, se acerca. Estoy capacitada para este trabajo, o no estaríamos aquí. ¿Entiende?

El hombre siguió callado, pero asintió. La chica miró a Charlie, esperando ver en sus ojos de niño la misma duda que en los del otro hombre.

Lo que vio fue preocupación. Pero no por ella, si no por Norberta.

Aquello le gustó.

Eres como un dragón, Charlie WeasleyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora