8- Juego por las almas

11 0 0
                                    

–Mi muerte, pequeña Cindy, es la más cruel y dolorosa que se pueda contar entre la gente que está en esta habitación. Me refiero a la decepción y la desilusión de un amor sin corresponder.

–Ahí va de nuevo– se quejó el señor Titiritero.

–Yo era un joven con muchas ilusiones, metas y sueños, me pasaba las tardes sentado bajo los cerezos, escribiendo versos para la mujer más hermosa que había visto en mi vida, mi adorada Rebeca, mi musa, mi dulce princesa. Su cabello se mecía como las olas del mar, y su sonrisa era tan dulce y perlada como las estrellas de la vía láctea. La miraba de lejos, como un amor platónico inalcanzable, pues eso es lo que era: una mujer perfecta, acaudalada y de inigualable virtud nunca se habría fijado en un simple escritor como yo.

La primera vez que mi alma se resquebrajó, fue cuando le hablé por primera vez. Ella no le dio la importancia que yo le di, pues seguramente estaba cansada de los chicos que siempre la invitaban a dar un paseo. Ni siquiera era esa mi intención, tan sólo quería saludarla y saber si su voz era tan melodiosa como la sinfonía de su cuerpo curvilíneo. Me acerqué con timidez y le lancé un “hola” tan cortésmente como puede uno dirigirse al amor de su vida, pero ella, ni siquiera por educación me devolvió el saludo. Esa indiferencia fue para mí más dolorosa que si me hubiera insultado en ese momento, y mi rostro supo por primera vez lo que era la amargura.

Entonces decidí que para acercarme debía de hacer lo que sé hacer mejor, y en ese momento mi pasatiempo de escribir versos se convirtió en la parte más importante de mi vida. Con vergüenza he de decir que me descubrió siguiéndola muchas veces, pero al parecer, era tan común para ella ser asediada por los chicos que no le dio importancia. ¡Oh, dulce Rebeca! Si tan sólo me hubieras dirigido la palabra…

Me convertí en su admirador secreto, y le dejé versos en lugares donde los pudiera encontrar. De ese modo logré captar su atención. Ella quedó cautivada por mis palabras, y deseaba saber quién era el que la asediaba con tanta devoción, y entonces me respondió una de mis cartas, diciendo que quería conocerme.

Imaginen mi alegría, que fue tal que por poco sana la herida que había hecho en mi alma, pero una herida del alma no cierra con tanta facilidad, no. Cuando algo ha corrompido la más pura esencia de tu ser, se puede notar en tu cara. Uno no puede esconder la maldad cuando ha comenzado a brotar, y nada llena más de odio el corazón que saberse rechazado. Es como el retrato de Dorian Grey, que adoptaba una expresión más cruel cada vez que el joven corrompía su carne y su alma. No puedes ocultar el dolor en tu rostro, como no puedes evitar que la inocencia de tu ser se desvanezca.

Esa fue la segunda vez que se resquebrajó mi alma, cuando por fin estuvimos frente a frente, le confesé mi amor y le supliqué que me dejara salir con ella y conocerla, pero es evidente que eso no estaba en sus planes. Ella aprovechó la ocasión para exigirme que dejara de seguirla y que jamás en la vida andaría con alguien como yo.

Ese día comencé a perder mis facciones humanas. La segunda herida de mi alma había sido mucho más profunda que la anterior, y no parecía que los años ayudaran a cerrarla, sobre todo pasaron los años, cuando me enteré que mi amada Rebeca era feliz con su novio, cuando supe que se casarían en cuestión de semanas, cuando corrió el rumor de que esperaba su primer hijo, mientras yo me consumía en la soledad de saber que mi doncella se escapaba para siempre de mis manos...

Las oscuras aventuras de la Siniestra CindyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora