6- La piyamada

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La casa de Paola no era nada modesta. Cindy quedó impresionada con la belleza de la casa de tres pisos que se levantaba en medio de un jardín floreado lleno de fuentes, gnomos y un par de flamencos de cerámica que adornaban el lugar dándole un aspecto semitropical. El interior de la casa no era para menos: las paredes eran cubiertas por varios libreros de apariencia antigua que contenían figurillas de animalitos, ovejas, pastores y niños de caras redondas y ojos tristes. Algunas de las niñas invitadas se sintieron intimidadas ante tantos ojos vidriosos siguiéndolas, pero a Cindy le pareció que la decoración era muy cursi. Sus ojos, que comparados con los de las estatuillas parecían carecer completamente de humanidad alguna, pasaron de los estantes a la pared, sobre la que había retratos de parientes que debían ser los abuelos y un horrendo reloj de pared con forma de un gato sonriente que mecía sus ojos al son de un péndulo. Todos los adornos brillaban muchísimo, como si la casa se encontrara en alguna dimensión donde el polvo era inexistente. Todo estaba tan limpio y reluciente que le costó trabajo distinguir las figurillas de cerámica de la repisa de trofeos que Paola estaba señalando en ese momento.

–Mi mamá fue campeona de natación– contó a las impresionadas muchachas –y mi papá es cirujano plástico. Seguramente habrán escuchado de él en las noticias: es el doctor que le salvó la vida al cantante Julio Spin con una delicada operación.

–¿Pero no fue el mismo el que puso en peligro su vida con una operación de la nariz?– preguntó Keyla, una amiga de Paola. La chica se limitó a fruncir el ceño y sin responder a la pregunta, escoltó a las chicas al comedor, donde una espectacular mesa llena de pastelillos, galletas, teteras y biscochos las estaba esperando. Las chicas profirieron chillidos de excitación y admiración al ver el banquete de golosinas que se les había preparado y se sentaron alrededor de la mesa, con un padre a cada extremo.

De un lado estaba la mamá de Paola, vistiendo una blusa delgada y un pantalón de mezclilla, muy contenta por ver a su nena rodeada de amigas. Sus brazos descubiertos denotaban una evidente fuerza que le había llenado la repisa de trofeos en su juventud, además de una exuberante figura.

Del otro lado, fumando una pipa al tiempo que leía un periódico, estaba el padre de Paola, completamente ajeno al cuchicheo de las niñas. Su vista parecía cansada pero a pesar de eso se veía bastante presentable con su cabello corto entrecano y su afeitada al ras, que le hacía ver al menos diez años más joven de lo que era en realidad.

–Me da mucho gusto que hayan venido– dijo la mamá, saludando a cada una al tiempo que pasaba sus ojos, para terminar por detenerse a observar a Cindy detenidamente. A primera vista y sin saber por qué, la niña le pareció muy fuera de lugar entre su grupo. No podía decir qué o por qué, pero no le resultaba para nada natural el aspecto de muñeca que intentaba tener con ese vestido magenta. Observó que llevaba demasiado maquillaje, al punto de parecer más una payasita que una muñeca, pero había algo en su mirada que le daba escalofríos. Su aspecto no parecía del todo natural.

–Adelante, queridas, sírvanse algunas galletas– ofreció, decidida a olvidarlo, pues supuso que simplemente estaba imaginando cosas.

Las niñas empezaron a comer ruidosamente mientras el padre le daba vuelta a la página de su periódico y continuaba sin observarlas. Paola vio con alegría a todas sus amigas devorando los pastelillos con la sutileza y modales impropios de unas jovencitas, pero no pudo evitar notar que Cindy no estaba comiendo.

Las oscuras aventuras de la Siniestra CindyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora