7- La casa de señor Poeta

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Cuando la puerta de su cabaña retumbó mientras alguien llamaba a la puerta, el señor Poeta, asustado tal vez por un remordimiento de consciencia, tomó un hacha que guardaba en la alacena de la cocina y abrió la puerta lentamente. Una grotesca sonrisa se dibujo en su rostro al descubrir que era Cindy quien llamaba a la puerta.

–Pequeña hermosa, ¡has venido!– clamó mirándola con sus malignos ojos amarillos –Vamos, adelante, pasa. Toma asiento. Te presentaré a mis amigos ahora mismo.

Adentro estaba el conjunto de personas más extrañas que Cindy había visto alguna vez. Extrañamente, también sentía como que se trataba del cuadro más familiar que había conocido.

–¿Gustas una galleta de niño?– le ofreció el señor Poeta.

–¿Son galletas de niños de verdad?– preguntó Cindy.

–Tal vez– dijo el hombre, guardando otra vez el hacha en la alacena –¿Tienes algún inconveniente con eso?

–En absoluto– dijo ella, fingiendo la voz más adulta de la que su garganta seca era capaz –Hay muchos niños guapos en mi clase. Siempre he querido darle un mordisco a uno.

–Entiendo cómo te sientes– dijo sonriendo –A veces los dientes dicen más cosas que la lengua, aunque claro, como poeta, es la lengua la que tengo que hacer expresar con más naturalidad.

–Entiendo cómo se siente– repitió Cindy solemnemente. El señor Poeta la llevó a la sala donde sus amigos estaban reunidos ante el fuego de la chimenea. A diferencia de la casa de Paola, en las paredes no había adorno alguno. Lo único que adornaba esa casa eran algunas pieles de oso, montones de libros apilados, un perchero donde estaba parado el búho carinegro que había comprado, y un montón de sillones de apariencia fina sobre los que estaban los extraños personajes.

–Ya te había presentado al señor Titiritero– dijo el anfitrión, tendiendo una palma hacia el elegante varón de smoking que estaba a la izquierda, con su siniestro payasito sentado en el regazo.

–¿Qué tal su día, señor Titiritero?– preguntó Cindy mirando al distinguido hombre al rostro.

–Estoy aquí abajo, muchacha– gritó el muñeco con la misma voz chillona que Cindy le había escuchado.

–¿Cómo?– preguntó Cindy, dándose cuenta bajo la luz del fuego de la chimenea, que había un rastro casi imperceptible de cicatrices y costuras en el rostro del marionetista –¿Acaso usted es el titiritero y no el muñeco?

–Resulta que el señor titiritero…

–Yo puedo contar mi historia, si no te molesta– dijo el muñeco en tono gruñón.

–Bueno– dijo el señor Poeta, con algo de tristeza –Adelante pues, amigo mío.

–Yo, o debería decir, ese cuerpo inerte– dijo el payasito señalando con su mano de madera al cadáver del smoking –era el mejor artista ambulante que haya recorrido el globo terráqueo. Todos amaban mi show, tenía un itinerario lleno. Los aplausos eran mi alimento diario, hasta que tuve la mala idea de hacer un recorrido por la isla de Man, donde di una función para la tribu de los Tiki Tauks, un grupo casi desconocido de médicos brujos, a quienes, al parecer, no les gustó mi función sobre un medico brujo malo y torpe, y pues, creo que es evidente la forma en que usaron sus embrujos para castigarme.

Las oscuras aventuras de la Siniestra CindyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora