El humo se disipa. La habitación ahora es blanca, en donde vagamente recuerdo haber dormido. Dormitado, mas bien, un trance somnífero que me hace colgar las medallas del papel que se derrama por mi bolsillo. Un papel que me hace recordar con detalle el pan y los huesos que jamás regresaron a su origen, que jamás probé y creo nunca degustaré. Un blanco que se remite a las jugarretas de la inconciencia; los recuerdos de una vida que no existe y que no puedo materializar más que en la imagen que leo desde mis bolsillos.
Una manta que se encontraba inmediatamente detrás de una trinchera, así lo visualizo. Casi como si no debiera estar allí. Tres marcas al costado derecho de la manta en donde alguien colocaba una cantimplora con lo que parecía ser agua potable sin siquiera completar el litro. Como haciendo una especie de mesa hundida para enfriar el líquido. El aire caliente que se siente al respirar el fuego y la sangre, sin colores de arcoíris, sin agua de lluvia más que el sudor de mis camaradas. Los cuchillos arrumbados a tres metros de la manta, cubiertos de tierra y pólvora que no puedo recordar de cuantas balas eran. Yo, dándome vueltas por la habitación abierta en un campo desierto que peina al primero en asomarse. Las botas en el lado que da al norte de la manta, una tela camuflada que sobrevuela hasta el último hombre acostado viajando apenas un metro de mi posición. Casi como si todos fuéramos cadáveres buscando descansar para la siguiente batalla. Es un cuadro que observo en el museo que viaja en mi bolsillo, en un certificado institucional que me lleva hacia otra realidad.
Pero las estrellas, las veo brillando sobre el firmamento que me opaca con el foco que se enciende y apaga. No tengo más que volver a esconder las instrucciones para comenzar a ver la luna artificial. Almohadas en las paredes blancas, un cuarto en forma de cuadrado angosto que se aproxima a ser un rectángulo con una puerta que pareciese ser de metal bajo el acolchado que impide golpee mi cabeza. Una rendija de 10x4 centímetros por donde me saludan. Barras de fierro oxidado en forma de arco, cada una con cinco barras que bajan hasta las patas de la cama dándole una apariencia tétrica que, aún acostado, se siente como algodón de azúcar. No sé medir la circunferencia de estas. La manta sin camuflaje sobre el colchón de una plaza, impregnado en mi sudor. La luz en el centro de la habitación que recuerdo, en el exterior, lucía un condecorado número veintiuno, cae cual péndulo. Hoyo su movimiento pidiéndome utilizarlo como collar y volver a mi amada guerra. Cerrar los ojos y volver a leer lo que me mantiene en el rincón de la habitación que de tanto en tanto se siente triangular. Recordar a mis gatos en la casa, ver el espacio en blanco que falta en el dedo anular que no tengo. Alguna vez puse un anillo allí. Después de todo es un papel. Un trozo impreso que cumple la misma función que las servilletas que guardo bajo la almohada; transportarme y hacerme olvidar. Funcionar como cartas para mí mismo, como misivas que viajan hacia mi yo que se encuentra del otro lado de las letras.
La hora llega y la voz grita por la boca de la puerta. Una luz tenue ingresa al apagar el foco que alumbra la sala, como una vela en agonía. Una bolsa con pastillas verdes atraviesa el umbral junto con una nota sin letra ni números. Bajo la bandeja de plástico, instrucciones para sobrevivir a la guerra. Quizás esta vez sea Vietnam. Apoyo lo que creo es mi espalda en la pared que se encuentra bajo mis pies, y comienzo a leer; un portal de magia, un canal hacia los recuerdos, tinta que pinta los paisajes que me mantienen cuerdo. Eso es lo que es, eso es lo que guardo en mí y lo que verdaderamente me alimenta. Sean cuentas, sea «basura», sean instrucciones y pasos a seguir, sigue siendo lo que busco; un papel.
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Cantos de un corazón fragmentado
RandomLas voces de las sirenas recurren a mis dedos. Cuentos, relatos y poemas. Todos independientes el uno del otro y, a la vez, tocando temas similares entre sí. Cantos de un corazón fragmentado es la segunda recopilación de cuentos y prosas que comien...