Oscuridad. Dolor. Miedo.
Es lo único que logro sentir y pensar en ese instante. Eso, y la mera idea de por qué estaba en esa situación; un error.
Alguien quita con fuerza el saco que cubre toda mi cabeza. Mi mejilla palpita aún más del dolor y mis ojos intentan acostumbrarse a la intensa luz de alguna lámpara.
Mi visión es borrosa, cuando logro adaptarla, visualizo a una chica delante de mi en las mismas condiciones que yo; amarrada a una silla y con el rostro cubierto. Supe que era mujer por su larga cabellera. Se salía del saco y descansaba en su abdomen.
Eso me dejó realmente confuso. Dos hombres robustos y llenos de tatuajes aparecen en mi campo de visión, logro distinguir a uno. Héctor Santos.
—Por fin despiertas —acerca su rostro al mío y esboza una sonrisa cargada de suficiencia. En ese momento el miedo se convierte en odio. Aprovecho la cercanía y le doy un débil golpe en la nariz con mi cabeza.
Retrocede ante el impacto. No logré herirlo pero si que se molestara. El otro hombre de forma automática me proporciona un puñetazo en la mejilla. Lo suficientemente fuerte como para que tuviera que escupir sangre.
—Siempre mandando a otros a hacer el trabajo sucio, Héctor. Te faltan huevos —espeto entre risas burlonas.
—Veamos si eres tan rudo ahora —se posiciona detrás de la chica y de un tirón quita la máscara de yute.
Todos mis músculos se contraen y siento una mano atravesar mi pecho para agarrar mi ya apagado corazón y rematar exprimiéndolo. De nuevo el miedo se apodera de mi; miedo a que pasara lo único que temía en éste mundo.
—El amor es un gran hijo de puta, ¿no lo crees? Stuart —dice notando la preocupación surcar cada parte de mi cuerpo.
—¡Ella no tiene nada que ver! ¡Ésto es entre tú y yo!
—¿Cariño, que está pasando? —pregunta una sobresaltada y asustada Bia. Una herida en la frente sangra y mancha su mejilla izquierda. Sus ojos miran los míos, y el miedo en ellos me corrompe.
—Todo va a estar bien, lo prometo —intento calmarla.
—¿Por qué le mientes? —Héctor se inclina delante de ella y toma su barbilla —. Es una pena —dice más para él que para mí; vuelve a adoptar una expresión ruda y toma distancia de ella.
—Por favor, no lo hagas. Te lo imploro. En una semana tendré tú maldito dinero —presa del miedo digo, y ruego por dentro entre lágrimas. Me negaba a aceptar lo que sabía que pasaría.
El otro hombre se acerca a Bia con una pistola en mano. Ella lo mira asustada, pálida. No tiene ni idea de lo que está pasando. El sicario lleva el arma a su sien.
—Ésto es lo que pasa cuando no se me paga a tiempo.
No escuché el ruido. Solo vi un cuerpo inerte impactar contra el pavimento; el cuerpo de mi chica. Tampoco ví al hombre acercarse a mí para darme en la cabeza con la culata de la pistola. Me desmayé.
Desperté cuando mi cuerpo fue arrojado con brusquedad enfrente de mi casa. Me levanté con esfuerzo, y no por el dolor físico; sino, por el dolor espiritual. Todo hombre tiene un punto de quiebre, y ese bastardo encontró el mío.
Abrir la puerta de la casa y escuchar el asfixiante silencio, fue el detonador de mil recuerdos con Bia.
En el sofá frente al televisor, ví a una feliz pareja comiendo rositas de maíz y observando una película. En la cocina, un chico abrazando a su chica por detrás mientras que ella cocinaba. Ilusiones y espejismos de una vida que ya no tendría por culpa de un error.
Grité. Grité hasta raspar mi garganta y aún así, seguí gritando. Golpeé la pared con mis puños al punto de rasgar mis nudillos y manchar el cemento de sangre.
Me recosté a la pared y dejé caer mi cuerpo sin fuerza en el suelo. Llorando. Todo ésto por relacionarme con las personas equivocadas. Todo ésto, por una estúpida adicción a las drogas.