Muchos disputan sobre la existencia del infierno. Existió. Y no hablo del bíblico, hablo de una construcción terrestre. Hablo de Auschwitz. Un lugar donde el hedor a cuerpos putrefactos te hacía fatigar.
Corría el año 1942 y los campos de concentración para el exterminio masivo estaban en pleno auge, Aáron lo sabía con certeza. Hacía dos semanas que había sido apresado por las fuerzas nazis y encarcelado en el campo de Auschwitz - Birkenau. Dos semanas que de su mujer, no tenía noticia alguna. Ambos, al llegar, fueron separados por las autoridades del centro. Nunca le dieron explicación, a pesar de los numerosos intentos.
Una mañana, la hambruna y el grito de algún moribundo desesperado, despertaron a Aáron. El guardia encargado, dejó caer en el pavimento los restos de su comida para que él desayunara. Los primeros días de su encierro, le parecía repugnante aquello, y no comía, pero cuando la deshidratación comenzó a hacerse evidente, no le quedó más remedio. El desnutrido judío se lanzó una vez que los alimentos tocaron suelo. Devoraba la escasa ración con impaciencia, casi sin masticar.
Aún se preguntaba cómo vivía en aquella situación, bajo las constantes represiones de unos sin almas. Siempre llegaba a una única respuesta, Abigail. La incertidumbre de si aún vivía su amada era lo que mantenía su corazón latiendo, creía él.
Al rato otro guardia vino en busca de los más fuertes para los trabajos forzados, por supuesto, llevó consigo a Aáron.
—¿Dónde se encuentra mi mujer? —preguntó con dificultad al soldado. Éste sólo sonrió con cinismo.
Las canteras eran enormes extensiones de tierra, en ellas, los desdichados debían cargar materiales pesados para la construcción. Aàron obedecía cada una de las indicaciones, sabía que pasaría si no, más de una persona había visto ser mutilada por el azote de un látigo. Cargaba grandes piedras de un lugar a otro, sin descanso, bajo un ardiente sol. Los que llevaban tiempo adentro caían desplomados con más rapidez y eran llevados al crematorio. Inútiles bolsas de carne, pensaban los soldados cuando ocurrían los desmayos.
Uno de los mil asesinos se acercó a Aáron, claro, no con buenas intenciones.
—Mugriento judío, lleva a ésta escoria al horno —Aáron observó hacía el lugar que le señalaban. A unos metros de él, tirado en el suelo, una persona luchaba con la muerte y al parecer, perdía. El soldado notó la duda en su rostro. —¿Quieres intercambiar tu vida por la suya?, porque si es así con gusto puedo cortarte cada extremidad y darle de comer a los perros —aquel oficial se regocijaba con la situación.
Una mente vulnerable y amenazada solo tiene un camino, sobrevivir. En contra de su voluntad y a duras penas Aáron casi que arrastró a aquel hombre hacia los hornos. Allí lo esperaban más soldados, los cuales también lo obligaron, con un arma en la cabeza, a realizar la ejecución. ¿Cómo podían existir semejantes psicópatas?, se preguntaba el judío constantemente.
Cargó al moribundo y lo acostó en la plancha. Los ojos de aquel hombre se encontraron con los de Aáron, unos orbes negros cargados de dolor agrietaron su corazón, pero no podía negarse, no si quería encontrar a su esposa. Cerró los ojos y empujó la plancha hacia el interior de la estructura metálica ardiente. Un oficial prendió el fuego y casi que pudo sentir en su propia piel, las quemaduras de aquel pobre.
Hora del baño y Aáron tenía esperanzas que un poco de agua y jabón calmaran su estrujado pecho. Le costaba creer que había asesinado a alguien.
Dos pequeños vasos de agua y la mitad de un jabón convencional, era lo que siempre les deban. El judío aseaba cuidadosamente las partes más afectadas de su cuerpo. Un oficial se le acercó y preguntó:
—¿Eres tú el prisionero 1974?
—Sí —respondió Aáron, y aprovechó para insistir -¿Dónde está mi mujer?
—Tu mujer es ese jabón con el que te bañas.
Aáron quedó inmóvil, podría decirse que su corazón paró por unos segundos. No lo creía, pero la sonrisa macabra de aquel soldado se le confirmaba. Miró la pequeña pastilla en su mano, y la dejó caer. Sus manos perdieron fuerza, y ni siquiera estaba consciente cuando volvió al cuarto incómodo llamado dormitorio.
Recostó su cuerpo en el suelo, y su alma entendió que no había motivos para seguir soportando aquello.
Te encontraré en otra vida, pensó en su Último Suspiro.