Parte de historia sin título

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DEDICATORIA A LORENZO EL MAGNÍFICO,
HIJO DE PEDRO DE MÉDICIS
Los que desean alcanzar la gracia y favor de un príncipe acostumbran a
ofrendarle aquellas cosas que se reputan por más de su agrado, o en cuya
posesión se sabe que él encuentra su mayor gusto. Así, unos regalan caballos;
otros, armas; quiénes, telas de oro; cuáles, piedras preciosas u otros objetos
dignos de su grandeza. Por mi parte, queriendo presentar a Vuestra
Magnificencia alguna ofrenda o regalo que pudiera demostraros mi rendido
acatamiento, no he hallado, entre las cosas que poseo, ninguna que me sea
más cara, ni que tenga en más, que mi conocimiento de los mayores y mejores
gobernantes que han existido. Tal conocimiento sólo lo he adquirido gracias a
una dilatada experiencia de las horrendas vicisitudes políticas de nuestra edad,
y merced a una continuada lectura de las antiguas historias. Y luego de haber
examinado durante mucho tiempo las acciones de aquellos hombres, y
meditándolas con seria atención, encerré el resultado de tan profunda y
penosa tarea en un reducido volumen, que os remito.
Aunque estimo mi obra indigna de Vuestra Magnificencia, abrigo, no obstante,
la confianza de que bondadosamente la honraréis con una favorable acogida, si
consideráis que no me era posible haceros un presente más precioso que el de
un libro con el que os será fácil comprender en pocas horas lo que a mi no me
ha sido dable comprender sino al cabo de muchos años, con suma fatiga y con
grandísimos peligros. No por ello he llenado mi exposición razonada de
aquellas prolijas glosas con que se hace ostentación de ciencia, ni la he
envuelto en hinchada prosa, ni he recurrido a los demás atractivos con que
muchos autores gustan de engalanar lo que han de decir, porque he querido
que no haya en ella otra pompa y otro adorno que la verdad de las cosas y la
importancia de la materia. Desearía, sin embargo, que no se considerara como
presunción reprensible en un hombre de condición inferior, y aun baja, si se quiere, la audacia de discurrir sobre la gobernación de los príncipes y aspirar a
darles reglas. Los pintores que van a dibujar un paisaje deben estar en las
montañas, para que los valles se descubran a sus miradas de un modo claro,
distinto, completo y perfecto. Pero también ocurre que únicamente desde el
fondo de los valles pueden ver las montañas bien y en toda su extensión. En la
política sucede algo semejante. Si, para conocer la naturaleza de las naciones,
se requiere ser príncipe, para conocer la de los principados conviene vivir entre
el pueblo. Reciba, pues, Vuestra Magnificencia mi modesta dádiva con la
misma intención con que yo os la ofrezco. Si os dignáis leer esta producción y
meditarla con cuidado reconoceréis en ella el propósito de veros llegar a
aquella elevación que vuestro destino y vuestras eminentes dotes os permiten.
Y si después os dignáis, desde la altura majestuosa en que os halláis colocado,
bajar vuestros ojos a la humillación en que me encuentro, comprenderéis toda
la injusticia de los rigores extremados que la malignidad de la fortuna me hace
experimentar sin interrupción.

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