CAPÍTULO XVIII

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DE QUE MODO DEBEN GUARDAR LOS PRÍNCIPES LA FE PROMETIDA
¡Cuán digno de alabanza es un príncipe cuando mantiene la fe que ha jurado,
cuando vive de un modo íntegro y cuando no usa de doblez en su conducta! No
hay quien no comprenda esta verdad, y, sin embargo, la experiencia de
nuestros días muestra que varios príncipes, desdeñando la buena fe y
empleando la astucia para reducir a su voluntad el espíritu de los hombres,
realizaron grandes empresas, y acabaron por triunfar de los que procedieron
en todo con lealtad. Es necesario que el príncipe sepa que dispone, para
defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El primero es propio de
hombres, y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero como a
menudo no basta el primero es preciso recurrir al segundo. Le es, por ende,
indispensable a un príncipe hacer buen uso de uno y de otro, ya simultánea, ya
sucesivamente. Tal es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos
autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de ellos, y
particularmente Aquiles, fueron confiados en su niñez al centauro Quirón, para
que les criara y los educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra
cosa sino que tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad hombre y
mitad bestia, o sea que un príncipe necesita utilizar a la vez o
intermitentemente de una naturaleza y de la otra, y que la una no duraría, si la
otra no la acompañara.
Desde que un príncipe se ve en la precisión de obrar competentemente
conforme a la índole de los brutos, los que ha de imitar son el león y la zorra,
según los casos en que se encuentre. El ejemplo del león no basta, porque
este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es suficiente, porque
no puede librarse de los lobos. Es necesario, por consiguiente, ser zorra, para
conocer los lazos, y león, para espantar a los lobos; pero los que toman por
modelo al último animal no entienden sus intereses. Cuando un príncipe
dotado de prudencia advierte que su fidelidad a las promesas redunda en su
perjuicio, y que los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni
puede, ni siquiera debe guardarlas, a no ser que consienta en perderse. Y
obsérvese que, si todos los hombres fuesen buenos, este precepto sería detestable. Pero, como son malos, y no observarían su fe respecto del príncipe,
si de incumplirla se presentara la ocasión, tampoco el príncipe está obligado a
cumplir la suya, si a ello se viese forzado. Nunca faltan razones legítimas a un
príncipe para cohonestar la inobservancia de sus promesas, inobservancia
autorizada en algún modo por infinidad de ejemplos demostrativos de que se
han concluido muchos felices tratados de paz, y se han anulado muchos
empeños funestos, por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra. El que
mejor supo obrar como zorra, tuvo mejor acierto.
Pero es menester saber encubrir ese proceder artificioso y ser hábil en
disimular y en fingir. Los hombres son tan simples, y se sujetan a la necesidad
en tanto grado, que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje
engañar. No quiero pasar en silencio un ejemplo fehacientísimo. El papa
Alejandro VI no hizo jamás otra cosa que engañar a sus prójimos, pensando
incesantemente en los medios de inducirles a error y encontró siempre
ocasiones de poderlo hacer. No hubo nunca nadie que conociera mejor el arte
de las protestas persuasivas ni que afirmara una cosa con juramentos más
respetables, ni que a la vez cumpliera menos lo que había prometido. A pesar
de que todos le consideraban como un trapacero, sus engaños le salían
siempre al tenor de sus designios, porque, con sus estratagemas, sabia dirigir
a los hombres.
No hace falta que un príncipe posea todas las virtudes de que antes hice
mención, pero conviene que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que,
si las posee realmente, y las practica de continuo, le serán perniciosas a veces,
mientras que, aun no poseyéndolas de hecho, pero aparentando poseerlas, le
serán siempre provechosas. Puede aparecer manso, humano, fiel, leal, y aun
serlo. Pero le es menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su
inteligencia que, en caso preciso, sepa variar en sentido contrario. Un príncipe,
y especialmente uno nuevo, que quiera mantenerse en su trono, ha de
comprender que no le es posible observar con perfecta integridad lo que hace
mirar a los hombres como virtuosos, puesto que con frecuencia, para
mantener el orden en su Estado, se ve forzado a obrar contra su palabra,
contra las virtudes humanitarias o caritativas y hasta contra su religión. Su
espíritu ha de estar dispuesto a tomar el giro que los vientos y las variaciones
de la fortuna exijan de él, y, como expuse más arriba, a no apartarse del bien,
mientras pueda, pero también a saber obrar en el mal, cuando no queda otro
recurso. Debe cuidar mucho de ser circunspecto, para que cuantas palabras
salgan de su boca, lleven impreso el sello de las virtudes mencionadas, y para
que, tanto viéndole, como oyéndole, le crean enteramente lleno de buena fe,
entereza, humanidad, caridad y religión. Entre estas prendas, ninguna hay
más necesaria que la última. En general, los hombres juzgan más por los ojos
que por las manos, y, si es propio a todos ver, tocar sólo está al alcance de un
corto número de privilegiados. Cada cual ve lo que el príncipe parece ser, pero
pocos comprenden lo que es realmente y estos pocos no se atreven a
contradecir la opinión del vulgo, que tiene por apoyo de sus ilusiones la
majestad del Estado que le protege. En las acciones de todos los hombres, pero particularmente en las de los príncipes, contra los que no cabe recurso de
apelación, se considera simplemente el fin que llevan. Dedíquese, pues, el
príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si logra
con acierto su fin se tendrán por honrosos los medios conducentes a mismo,
pues el vulgo se paga únicamente de exterioridades y se deja seducir por el
éxito. [[1]] Y como el vulgo es lo que más abunda en las sociedades, los
escasos espíritus clarividentes que existen no exteriorizan lo que vislumbran
hasta que la inmensa legión de los torpes no sabe ya a qué atenerse. En
nuestra edad vive un príncipe que nunca predica más que paz, ni habla más
que de buena fe, y que, de haber observado una y otra, hubiera perdido la
estimación que se le profesa, y habría visto arrebatados más de una vez sus
dominios. Pero creo que no conviene nombrarle. [[2]]

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