EXHORTACIÓN PARA LIBRAR A ITALIA DE LOS BÁRBAROS
Después de haber meditado sobre cuantas cosas acaban de exponerse, me he
preguntado a mí mismo si existen ahora en Italia circunstancias tales que un
príncipe nuevo pueda adquirir en ella más gloria y si se halla en la nación
cuanto es necesario para proporcionar a aquel a quien la naturaleza hubiera
dotado de un gran valor y de una prudencia poco común la ocasión de
introducir aquí una nueva manera de gobernar por la que, honrándose a sí
mismo, hiciera la felicidad de los italianos. La conclusión de mis reflexiones en
la materia es que tantas cosas parecen concurrir en Italia al beneficio de un
príncipe nuevo, que no sé si se presentará nunca coyuntura más propicia para
semejante empresa. Porque si, como ya dije, fue necesario que el pueblo de
Israel estuviera esclavo en Egipto para que pudiese apreciar el valor y los raros
talentos de Moisés, que los persas gimiesen bajo el duro dominio de los medos
para que conociesen la grandeza y la magnanimidad de Ciro, que los
atenienses experimentasen los inconvenientes de la vida errante y vagabunda
para que comprendiesen vivamente la magnitud de los beneficios de Teseo, así
también, para apreciar el mérito de un libertador de Italia, ha sido preciso que
ésta se haya visto traída al miserable estado en que está ahora. Sus
habitantes, en efecto, se han encontrado más ferozmente vejados que el
pueblo de Israel, más cruelmente maltratados que los persas, más
extensamente dispersados que los atenienses. Sin jefes y sin estatutos, han
sufrido de los extranjeros todo género de robos, despojos, desgarramientos,
vejaciones, desolaciones y ruinas.
Aunque en los tiempos corridos hasta hoy se haya notado en este o en aquel
hombre algún indicio de inspiración que podía hacerle creer destinado por Dios
para la redención de Italia, no tardó en advertirse que la fortuna no le
acompañaba en sus más sublimes acciones, antes le reprobaba de una manera
tal que, continuando la nación exánime, aguarda todavía un salvador que la
cure de sus heridas y que ponga fin a los destrozos y a los saqueos de la
Lombardía no menos que a los pillajes y a las matanzas del reino de Nápoles.
La vemos rogando a Dios que le envíe a alguno que la redima de las
crueldades y de los ultrajes que los bárbaros le infirieron. Por abatida que esté,
la encontramos en disposición de seguir una bandera si hay quien la despliegue
y enarbole. Pero en el día no encontramos en qué elemento prestigioso podría
poner sus esperanzas si no es en la ilustre casa a que pertenecéis. Vuestra
familia, elevada por el valor y por la suerte a los favores de Dios y de la
Iglesia, a la que ha dado un príncipe en la persona del insigne León X, es la
única capaz de emprender nuestra redención. Ello no os será difícil si tenéis
presentes en el ánimo las acciones y los ejemplos de los eminentes príncipes
que he nombrado. Aunque los varones de su temple hayan sido raros y
maravillosos, no por eso fueron menos hombres, y ninguno de ellos tuvo tan propicia ocasión como la del tiempo presente. Sus empresas no fueron más
justas ni más fáciles que la que os indico, y Dios no les fue más favorable de lo
que es a vuestra causa. Nunca sobrevino justicia tan sobresaliente, porque una
guerra es legítima por el mero hecho de ser necesaria, y es un acto de
humanidad cuando no queda esperanza más que en ella. Ni cabe facilidad
mayor siendo grandísimas las disposiciones de los pueblos y con tal que éstas
abarquen algunas de las instituciones que por modelo os propuse.
Fuera de estos socorros, sucesos extraordinarios y sin ejemplo parecen
dirigidos patentemente por Dios mismo. El mar se abrió, la nube os mostró el
camino, la peña abasteció de agua, el maná cayó del cielo. Todo concurre al
acrecentamiento de vuestra grandeza, y lo demás debe ser obra propia
vuestra. Dios no quiere hacerlo todo, para no privarnos de nuestro libre
albedrío ni quitarnos una parte de la obra que en nuestro bien redundará. No
es sorprendente que hasta la hora de ahora ninguno de cuantos italianos he
citado haya sido capaz de llevar a cumplido término lo que cabe esperar de
vuestra esclarecida estirpe. Si en las numerosas revoluciones de nuestro país y
en tantas maniobras guerreras pareció siempre que se había extinguido la
antigua virtud militar de los italianos, provenía esto de que no eran buenas sus
instituciones y de no haber nadie que supiera inventar otras nuevas. Nada
honra tanto a un hombre recién elevado al dominio político como las nuevas
instituciones por él ideadas, las cuales, si se basan en buenos fundamentos y
llevan algo grande en sí mismas, le hacen digno de respeto y de admiración.
Actualmente no carece Italia de cuanto es preciso para introducir en ella
formas militares legales y políticas de toda especie. Lo sobra valor, que, aun
faltándole a los jefes, permanecía con eminencia en los soldados. En los
desafíos y en los combates de un corto número de contendientes, los italianos
se muestran superiores en fuerza, destreza e ingenio a sus enemigos. Si no se
manifiestan así en los ejércitos, la única causa estriba en la debilidad de sus
capitanes, pues los que la conocen no quieren obedecer, y cada cual cree
conocerla. Hasta nuestros días no hubo, en efecto, varón alguno de bastante
prestancia por su valor y por su fortuna para que los otros se le sometiesen de
modo incondicional. De aquí proviene el que durante tan largo transcurso de
tiempo y en tan crecida abundancia de guerras hechas durante los veinte
últimos años, siempre que se dispuso de un ejército exclusivamente italiano,
se desgració sin remisión, como se vio primero en Faro y sucesivamente en
Alejandría, Capua, Génova, Vaila, Bolonia y Mestri. Si, pues, vuestra ilustre
casa quiere imitar a los perínclitos varones que libertaron sus provincias, ante
todas cosas será bien que os proveáis de ejércitos únicamente vuestros, ya
que no hay soldados más fieles que los propios, y, si cada uno en particular es
bueno, todos juntos serán mejores desde que se vean asistidos, mandados y
honrados por su príncipe. Conviene en tal concepto proporcionarse ejércitos de
esa índole, a fin de poder defenderse de los extranjeros con una bizarría
genuinamente italiana.
Aunque las infanterías suiza y española tienen fama de terribles, adolecen una y otra de un defecto capital, a causa del cual un tercer género de tropas no
solamente las resistiría, sino que lograría vencerlas. Los suizos temen a la
infantería contraria cuando se encuentran con una que pelea con tanta
obstinación como ellos, y los españoles resisten con suma dificultad los asaltos
de la caballería. Por ello se ha visto a la infantería suiza abrumada por la
española, y a ésta realizar esfuerzos increíbles, casi sobrehumanos, para
sostenerse contra los ataques de la caballería francesa. Por más que no
poseamos todavía la prueba íntegramente experimental del hecho, algo de eso
se vio en la batalla de Ravena, cuando los infantes españoles llegaron a las
manos con las tropas alemanas, que observaban el mismo método que las
suizas. Los españoles, ágiles de cuerpo y escudados por sus brazaletes,
penetraron por entre las picas de los alemanes, sin dejarles medio alguno
posible de defensa, y a no haberles embestido la caballería los hubieran
acuchillado a todos. Así, una vez reconocido el inconveniente de ambas
infanterías, cabe imaginar una nueva que resista bien a la caballería y a la que
no amedrenten las fuerzas de la misma arma, lo que se conseguirá no de esta
o de aquella nación de combatientes, sino cambiando el modo de guerrear. Se
trata de invenciones que, tanto por novedad como por sus beneficios, darán
reputación y procurarán gloria a un príncipe nuevo.
Después de tantos años de expectación inquietante, Italia espera que
aparezca, al fin, su redentor en el tiempo presente. No puedo expresar con
cuánta fe, con cuánto amor, con cuánta piedad, con cuántas lágrimas de
alegría será recibido en todas las provincias que han sufrido los desmanes de
los extranjeros. ¿Qué puertas estarían cerradas para él? ¿Qué pueblos le
negarían la obediencia? ¿Qué italiano no le seguiría? Todos se hallan cansados
de la dominación bárbara. Acepte, pues, vuestra ilustre casa este proyecto de
restauración nacional con la audacia y con la confianza qne infunden las
empresas legítimas, a fin de que la patria se reúna bajo vuestras banderas y
de que bajo vuestros auspicios se cumpla la predicción del Petrarca: El valor
pelear á con furia, y el combate será corto, porque el denuedo antiguo aún no
ha muerto en los corazones de los italianos.
NOTAS:
[1] )- Este es el famoso pasaje que dio lugar a la posterior interpretación
resumida en el apotegma de “el fin justifica los medios”. Leyendo con atención
se comprende, sin embargo, que es el logro de los fines – es decir: el éxito (y
no los fines en si mismos) – lo que permite al príncipe justificar los medios
empleados.
[2] )- La alusión es a Fernando el Católico, un monarca destacado por su
perfidia y su mala fe.
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El Príncipe
RandomEl Príncipe de Nicolas Maquiavelo Lo pase a Wattpad ya que se me hizo incómodo leerlo en PDF