DE LOS SOLDADOS AUXILIARES, MIXTOS Y MERCENARIOS
Las armas de ayuda que he contado entre las inútiles, son las que un príncipe
presta a otro para socorrerle y para defenderle. Así, en estos últimos tiempos,
habiendo hecho el papa Julio II una desacertada prueba de las tropas
mercenarias en el ataque de Ferrara, convino con Fernando, rey de España,
que éste iría a incorporársele con su ejército. Tales armas pueden ser útiles y
buenas en si mismas, pero resultan infaustas siempre para el que las llama,
porque, si pierde la batalla, queda derrotado, y, si la gana, se constituye en
algún modo en prisionero de quien le auxilió. Aunque las historias antiguas se
hallan llenas de ejemplos que demuestran tan clara verdad quiero detenerme
en el de Julio II que está todavía muy reciente. Si el partido que tomó de
ponerse por entero en manos de un extranjero para conquistar a Ferrara no le
fue funesto es que su buena fortuna engendró una tercera causa que le
preservó de los efectos de tan mala determinación. Habiendo sido derrotados
sus auxiliares en Ravena, los suizos que sobresalieron contra su esperanza y la
de todos los demás desalojaron a los franceses que habían obtenido la victoria.
No quedó hecho prisionero de sus enemigos por la sencilla razón de que éstos
habían emprendido la fuga, ni de sus auxiliares porque él había vencido
realmente, pero con armas distintas de las de ellos. Los florentinos que se
encontraban sin ejército en absoluto llamaron a diez mil franceses para
acuciarlos a apoderarse de Pisa y esta resolución les hizo correr más riesgos
que jamás se les hubieran presentado en empresa marcial alguna. Queriendo
el emperador de Constantinopla oponerse a sus vecinos envió a Grecia diez mil
turcos, los cuales, acabada la guerra, no quisieron ya salir de allí, y éste fue el principio de la sujeción de los griegos al yugo de los infieles.
Únicamente el que no quiere habilitarse para vencer es capaz de valerse de
semejantes armas, que miro como mucho más peligrosas que las mercenarias.
Cuando son vencidas, no por ello quedan todas menos unidas y dispuestas a
obedecer a otros que al príncipe, mientras que las mercenarias, después de la
victoria, necesitan de una ocasión favorable para atacarle, por no formar todas
un mismo cuerpo. De otra parte, hallándose reunidas y pagadas por el
príncipe, el tercero a quien éste ha conferido el mando suyo no puede adquirir
sobre ellas autoridad tan suficiente y tan súbita que le sea fácil disponerlas
inmediatamente para atacarle. Si la cobardía es lo que más debe temerse en
las tropas mercenarias, lo más temible en las auxiliares es la valentía. Pero un
príncipe sabio evitará siempre valerse de unas y de otras y recurrirá a sus
propias armas, prefiriendo perder con ellas a ganar con las ajenas. No miro
jamás como un triunfo real el que se logra con las armas de otros. No
titubearé nunca en citar, sobre esta materia, a César Borgia, y en traer a
colación su conducta en semejante caso. Entró con armas auxiliares en la
Romaña conduciendo a ella las tropas francesas con que tomó a Imola y a
Forli. Pero, no pareciéndole seguras tales armas, y juzgando que había menos
peligro en servirse de las mercenarias, tomó a sueldo las de los Ursinos y de
los Vitelis. Mas, como no tardase en notar que éstas obraban de un modo
sospechoso e infiel, se deshizo de ellas y recurrió a armas que fuesen suyas
propias. Puede apreciarse fácilmente la diferencia que hubo entre la reputación
de César Borgia sostenido por los Ursinos y los Vitelis, y la que granjeó no bien
se quedó con sus propios soldados, y no se apoyó más que en sí mismo. Esto
resultó muy superior a lo precedente, y no se le estimó en el respecto militar
más que cuando se vio que era poseedor absoluto de las armas que empleaba.
Aunque no he querido desviarme de los ejemplos italianos tomados de una
época inmediata a la nuestra, no olvidaré por ello a Hieron de Siracusa, del
que ya anteriormente hice mención. Desde que, como queda dicho, le eligieron
los siracusanos por jefe de su ejército, conoció al punto que no le era útil la
tropa mercenaria, por ser sus capitanes los que fueron capitanes de Italia
posteriormente; y, al comprender que no podía conservarlos, ni licenciarlos,
tomó la resolución de destruirlos, e hizo después la guerra con propias armas,
y nunca ya con las ajenas. Y todavía quiero traer a la memoria un episodio del
Antiguo Testamento, que guarda relación con mi asunto. Me refiero al
ofrecimiento hecho a Saúl por David de ir a pelear contra el filisteo Goliat. Para
darle alientos, Saúl revistió a David con su real armadura. Pero el arriesgado
mancebo, después de habérsela puesto, la desechó, diciendo que, cargado así,
no podía servirse libremente de sus propias fuerzas, y que prefería acometer al
gigante fanfarrón con su honda y con su palo. Símbolo hermoso es éste del
príncipe que toma ajenas armaduras. O se le caen de los hombros, o le pesan
mucho, o le aprietan y le embarazan.
Carlos VII, padre de Luis XI, apenas con su valor y con su fortuna hubo librado
a Francia de la presencia de los ingleses, experimentó la necesidad de disponer de armas que fuesen suyas, y quiso que hubiera caballería e infantería en su
reino. Su hijo Luis XI suprimió la infantería, y tomó a sueldo suizos. Imitada
esta falta por sus sucesores, ahora (en este año de 1615) es cuando vemos la
causa de los peligros en que el reino se halla. Al dar cierta importancia a los
suizos, desalentó a su propio ejército, y al prescindir por completo de la
infantería, puso bajo la dependencia de las armas ajenas su propia caballería.
Acostumbrada ésta a luchar con el socorro de los suizos, creyó no poder ya
vencer sin ellos. De donde resulta que los franceses no bastan para pelear
contra los suizos, y que, sin el auxilio de éstos, no intentan nada contra nadie.
Los ejércitos de Francia se componen, pues, en parte, de sus armas propias y
en parte de las mercenarias. Reunidas unas y otras valen más que si sólo
fueran mercenarias o auxiliares, Pero un ejército así formado es inferior con
mucho a lo que sería si se compusiese de armas francesas únicamente. Y este
ejemplo basta, porque el reino de Francia se contaría entre los invencibles, si
se hubiera acrecentado, o a lo menos conservado, la institución militar de
Carlos VII. Pero a menudo cualquier cosa que los hombres establecen,
fundados en algún bien que augura, esconde en sí misma un funestísimo
veneno, como insinué antes, al comparar el caso con el del proceso patológico
de la tisis. Por lo cual, el que, estando al frente de un principado, no descubre
el mal en su raíz, ni lo advierte hasta que se manifiesta, no es verdaderamente
sabio. Pero semejante perspectiva se ha concedido a pocos príncipes y si,
recurriendo a un nuevo ejemplo, queremos buscar el origen de la ruina del
imperio romano, encontraremos que su fecha data del momento en que empezó
a tomar godos a sueldo, puesto que desde entonces comenzaron a enervarse
sus fuerzas, y cuanto vigor se le hacía perder redundaba en
beneficio de aquellos soldados mercenarios.
Infiero de lo dicho que ningún principado puede estar seguro, cuando no tiene
armas que le pertenezcan en propiedad. Hay más, y es que depende
enteramente de la suerte ciega, por carecer de la valentía patriótica que se
requiere para defenderse en la adversidad. Opinión y máxima de los políticos
sabios fue siempre que nada es tan débil ni tan vacilante como la reputación
de una potencia que no esté fundada en las fuerzas propias. Son éstas las que
se componen de soldados y de ciudadanos, hechuras del príncipe, y todas las
demás son mercenarias o auxiliares. En cuanto a la manera de crearse armas
propias, es fácil de hallar, con sólo examinar las instituciones de que antes
hablé, y considerar cómo Filipo, padre de Alejandro, igualmente que otros
príncipes y muchas repúblicas, se formaron ejércitos, y los ordenaron. Sobre
esta materia remito por entero a sus constituciones.
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El Príncipe
RandomEl Príncipe de Nicolas Maquiavelo Lo pase a Wattpad ya que se me hizo incómodo leerlo en PDF