CAPÍTULO XXI

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CÓMO DEBE CONDUCIRSE UN PRÍNCIPE PARA ADQUIRIR
CONSIDERACIÓN
Nada granjea más estimación a un príncipe que las grandes empresas y las
acciones raras y maravillosas. De ello nos presenta nuestra edad un admirable
ejemplo en Fernando V, rey de Aragón y actualmente monarca de España.
Podemos mirarle casi como a un príncipe nuevo, porque, de rey débil que era,
llegó a ser el primer monarca de la cristiandad, por su fama y por su gloria.
Pues bien: si consideramos sus empresas las hallaremos todas sumamente
grandes, y aun algunas nos parecerán extraordinarias. Al comenzar a reinar,
asaltó el reino de Granada, y esta empresa sirvió de punto de partida a su
grandeza. Por de contado, la había iniciado sin temor a hallar estorbos que se
la obstruyesen, por cuanto su primer cuidado había sido tener ocupado en
aquella guerra el ánimo de los nobles de Castilla. Haciéndoles pensar
incesantemente en ella, les distraía de cavilar y maquinar innovaciones durante
ese tiempo, y por tal arte adquiría sobre ellos, sin que lo echasen de ver,
mucho dominio, y se proporcionaba suma estimación. Pudo en seguida, con el
dinero de la Iglesia y de los pueblos, sostener ejércitos, y formarse, por medio
de guerra tan larga, buenas tropas, lo que redundó en pro de su celebridad
como capitán. Además, alegando siempre el pretexto de la religión, para poder
llevar a efecto mayores hazañas, recurrió al expediente de una crueldad
devota, y expulsó a los moros de su reino, que quedó así libre de su presencia.
No cabe imaginar nada más cruel y a la vez más extraordinario que lo que
ejecutó en ocasión semejante. Después, bajo la misma capa de religión, se
dirigió contra África, emprendió la conquista de Italia, y acaba de atacar
recientemente a Francia. Concertó de continuo grandes cosas, que llenaron de
admiración a sus pueblos, y que conservaron su espíritu preocupado por las
consecuencias que podían traer. Hasta hizo seguir unas empresas de otras de
gran tamaño, que no dejaron tiempo a sus gobernados ni siquiera para
respirar, cuanto menos para urdir trama alguna contra él.
Es también un expediente muy provechoso para el príncipe que imagine, en la gobernación interior de su Estado, cosas singulares, como las que se cuentan
de Barnabó Visconti de Milán. Cuando sucede que una persona realizó, en el
orden civil, una acción poco común, ya en bien, ya en mal, es menester
encontrar, para premiarla, o para castigarla, un modo notable, que dé al
público amplio tema de conversación. El príncipe debe, ante todas las cosas,
ingeniarse para que cada una: de sus operaciones políticas se ordene a
procurarle nombradía de grande hombre y de soberano de superior ingenio. Y
asimismo se hace estimar, cuando es resueltamente amigo o enemigo de los
príncipes puros, es decir, cuando sin timidez se declara resueltamente en favor
del uno o del otro. Esta resolución es siempre más conveniente que la de
permanecer neutral, porque si dos potencias de su vecindad se declaran la
guerra entre si, no es posible que ocurra más que uno de estos dos casos: o
que, vencedora la una, tenga motivo para temerla después, o que ninguna de
ellas sea propia para infundirle semejante temor. En un caso, como en el otro,
le convendrá declarar guerra franca a alguna de ellas. En el primero, si no la
declara, será el despojo del vencedor, lo que agradará en gran manera al
vencido, y no hallará a ninguno que se compadezca de él, ni que vaya a
socorrerle, ni siquiera que le ofrezca un asilo. El vencedor no quiere amigos
sospechosos, que no le auxilien en la adversidad, y el vencido no acogerá al
neutral, puesto que se negó a tomar las armas, para correr las contingencias
de su fortuna.
Habiendo pasado Antíoco a Grecia, de donde le llamaban los etolios, para
echar de allí a los romanos, envió un embajador a los acayos, para inducirles a
permanecer neutrales, mientras rogaba a los otros que se armasen en favor
suyo. Esto fue materia de una deliberación en los consejos de los acayos. El
enviado de Antíoco insistía en que se resolviesen a la neutralidad. Pero el
diputado de los romanos, que estaba presente, le refutó por el siguiente tenor:
“Se os dice que el partido más sabio para vosotros, y más útil para vuestro
Estado, es que no intervengáis en la guerra que hacemos, en lo cual se os
engaña. No podéis tomar resolución más contraria a vuestros intereses, porque,
si no intervenís en nuestra guerra, privados entonces de toda consideración, e
indignos de toda gracia, infaliblemente serviréis de premio al vencedor.” Note
bien el príncipe que quien le pide la neutralidad no es amigo, y que lo es, por el
contrario, quien solicita que se declare en su favor, y que
tome las armas en defensa de su causa. Los príncipes irresolutos que quieren
evitar los peligros del momento retrasan a menudo el rompimiento de su
neutralidad, pero también a menudo caminan hacia su ruina. Cuando el
príncipe se declara generosamente en favor de una de las potencias
beligerantes, si triunfa aquella a la que se une, aunque ella posea una gran
fuerza, y él quede a discreción suya, no tiene por qué temerla, pues le debe
algunos favores, y le habrá cogido afecto. Los hombres, en ocasiones tales, no
son lo bastante cínicos para dar ejemplo de la enorme ingratitud que habría en
oprimir al que les ayudó. Por otra parte, los triunfos nunca son tan prósperos
que dispensen al vencedor de tener algún miramiento a la justicia. Si, por el
contrario, es derrotado aquel a quien el príncipe se une, conservará su
consideración, contará con su socorro en caso posible para él, y será el compañero de su fortuna, que puede mejorar algún día.
En el segundo caso, esto es, cuando las potencias que luchan una contra otra
son tales que el príncipe nada tenga que temer de la que triunfe, cualquiera
que sea, habrá, por su parte, tanta más prudencia en unirse a una de ellas,
cuanto por este medio concurra a la ruina de la otra, con ayuda de la misma
que, si fuera discreta, debiera salvarla. Siendo imposible que con el socorro del
aludido príncipe no triunfe, su victoria no puede menos de ponerla a
disposición de aquél. Y es necesario notar aquí que cuando un príncipe quiere
atacar a otros, ha de cuidar siempre de no asociarse a un príncipe más
poderoso que él, a menos que la necesidad le obligue a hacerlo, como queda
indicado, puesto que si dicho príncipe triunfa se convertirá en esclavo suyo en
algún modo. Ahora bien: los príncipes deben evitar, cuanto les sea posible,
quedar a discreción de los otros príncipes. Los venecianos se aliaron con los
franceses para luchar contra el duque de Milán, y esta alianza, de la que
hubieran podido excusarse, causó su ruina. Pero si no cabe evitar semejantes
alianzas, como les sucedió a los florentinos cuando con el Papa fueron, con tres
ejércitos reunidos, a atacar la Lombardía, entonces, a causa de las razones que
llevo apuntadas, conviene a un príncipe unirse a los otros. Por lo demás,
ningún Estado crea poder nunca, en tal circunstancia, tomar una resolución
segura. Piense, por el contrario, que no puede tomarla sino dudosa, por ser
conforme al curso ordinario de las que no trate uno de evitar jamás un
inconveniente, sin caer en otro. La prudencia estriba en conocer su respectiva
calidad, y en tomar el partido menos malo.
Ha de manifestarse el príncipe amigo generoso de los talentos y honrar a todos
aquellos gobernados suyos que sobresalgan en cualquier arte. Por ende, debe
estimular a los ciudadanos a ejercer pacíficamente su profesión y oficio,
agrícola, mercantil o de cualquier otro género, y hacer de modo que, por el
temor de verse quitar el fruto de sus tareas, no se abstengan de enriquecer al
Estado, y que, por el miedo a los tributos, no se persuadan a dedicarse a
negocios diferentes. Debe, además, preparar algunos premios para quien
funde establecimientos útiles, y para quien trate, en la forma que quiera, de
multiplicar los recursos de su ciudad. Finalmente, está obligado a proporcionar
fiestas y espectáculos a sus pueblos, en las fechas anuales que estime
oportunas. Como toda ciudad se halla repartida en tribus municipales o en
gremios de oficios, le conviene guardar miramientos con estas corporaciones,
reunirse a veces con ellas en sus juntas, y dar en éstas ejemplo de humildad y
de munificencia, conservando, empero, inalterablemente la majestad de su
clase, y cuidando que, en tales casos de popularidad, no se humille su dignidad
regia en manera alguna.

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