CAPÍTULO XII

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DE LAS DIFERENTES CLASES DE MILICIA Y
DE LOS SOLDADOS MERCENARIOS
Después de haber hablado en particular de todas las especies de principados,
sobre las cuales me había propuesto discurrir, considerando, en algunos
aspectos, las causas de su buena o mala constitución y mostrando los medios
con que muchos soberanos trataron de adquirirlos y de conservarlos, me resta
ahora reflexionar acerca de los ataques y de las defensas que pueden ocurrir
en cada uno de los Estados de que llevo hecha mención. Porque los principales
fundamentos de todos los Estados, ya antiguos, ya nuevos, ya mixtos, están
en las armas y en las leyes, y, como no se conciben leyes malas a base de armas buenas, dejaré a un lado las leyes y me ocuparé de las armas. Empero,
las armas con que un príncipe defiende su Estado pueden ser tropas propias, o
mercenarias, o auxiliares, o mixtas, y me ocuparé por separado de cada una
de ellas. Las mercenarias y auxiliares son inútiles y peligrosas. Si un príncipe
apoya su Estado en tropas mercenarias, no se hallará seguro nunca, por
cuanto esas tropas, carentes de unión, ambiciosas, indisciplinadas, infieles,
fanfarronas en presencia de los amigos y cobardes frente a los enemigos, no
tienen temor de Dios, ni buena fe con los hombres. Si un príncipe, con
semejantes tropas, no queda vencido, es únicamente cuando no hay todavía
ataque. En tiempo de paz, despojan al príncipe, y, en el de guerra, dejan que
le despojen sus enemigos. Y la causa de esto es que no hay más amor, ni más
motivo que las apegue al príncipe, que su escaso sueldo, el cual no basta para
que se resuelvan a morir por él. Se acomodan a ser soldados suyos, mientras
no hacen la guerra. Pero si ésta sobreviene, huyen y quieren retirarse.
No me costaría mucho trabajo persuadir a nadie de lo que acabo de decir,
puesto que la ruina de Italia en estos tiempos proviene de que, por espacio de
muchos años, delegó confiadamente su defensa en tropas mercenarias, que
lograron, en verdad, algunos triunfos en favor de tal o cual príncipe peninsular,
y que se mostraron valerosas contra varias tropas del país, pero que a la
llegada del extranjero manifestaron lo que realmente eran, valían y significaban.
Por eso Carlos VIII, rey de Francia, halló la facilidad de tomar a Italia con
greda, y quien dijo que nuestros pecados fueron la causa de ello, dijo verdad, y
tuvo razón, pero no fueron los pecados que él creía, sino los que
llevo mencionados. Y como estos pecados caían sobre la cabeza de los
príncipes, sobre ellos también recayó el castigo.
Quiero demostrar todavía mejor la desgracia que el uso de semejante especie
de tropas acarrea. O los capitanes mercenarios son hombres excelentes, o no
lo son. Si lo son, no puede el príncipe fiarse de ellos, porque aspiran siempre a
elevarse a la grandeza, sea oprimiéndole a él, que es dueño suyo, sea
oprimiendo a los otros contra sus intenciones, y, si el capitán no es un hombre
de valor, causa comúnmente su ruina. Y por si alguien replica que todo capitán
que mande tropas procederá del mismo modo, sea o no mercenario, mostraré
cómo las tropas mercenarias deben emplearse por un príncipe o por una
república. El príncipe debe ir en persona a su frente, y practicar por sí mismo
el oficio de capitán. La república debe enviar a uno de sus ciudadanos para
mandarlas, y, si desde las primeras acciones de guerra no manifiesta bélica
capacidad, debe reemplazársele por otro. Si, por el contrario, se manifiesta
apto marcialmente, conviene que la república le contenga por medio de sabias
leyes, para impedirle pasar del punto que se le haya fijado. La experiencia
enseña que únicamente los príncipes que poseen ejércitos propios y las
repúblicas que gozan del mismo beneficio, triunfan con facilidad, en tanto que
los príncipes y las repúblicas que se apoyan sobre ejércitos mercenarios, no
experimentan más que reveses. Por otra parte, una república cae menos
fácilmente bajo el yugo del ciudadano que manda, y que quisiera esclavizarla,
cuando está armada con sus propias armas que cuando no dispone más que de ejércitos extranjeros. Roma y Esparta se conservaron libres con sus propias
armas por espacio de muchos siglos, y los suizos, que están armados de la
misma manera, se mantienen también libres en alto grado. Por lo que mira a
los inconvenientes de los ejércitos mercenarios de la antigüedad, tenemos el
ejemplo de los cartagineses, que, después de la primera guerra con los
romanos, acabaron siendo sojuzgados por sus soldados a sueldo, no obstante
ser cartagineses los capitanes. Habiendo sido Filipo de Macedonia nombrado
capitán de los tebanos, a la muerte de Epaminondas, los llevó al triunfo, es
cierto, pero a continuación del triunfo, los esclavizó. Constituidos los milaneses
en república, tras el fallecimiento del duque Felipe Visconti, emplearon contra
los venecianos a Francisco Sforcia y a sus tropas, pagándoles. Sforcia, luego
que hubo vencido a los venecianos en Caravagio, se unió con ellos contra los
milaneses, que, sin embargo, eran sus amos. Cuando el otro Sforcia, padre de
Francisco, estaba a sueldo de la reina de Nápoles, la abandonó de repente, y
ella quedó tan desarmada, que, para no perder su trono, se vio precisada a
echarse en los brazos del monarca de Aragón.
Si los venecianos y los florentinos extendieron su dominación con armas
alquiladas, durante los años últimos, y si los capitanes de esas armas no se
hicieron príncipes de Venecia y con ellos se defendieron bien ambos pueblos, el
de Florencia, que tuvo más particularmente esta. dicha, debe dar gracias a la
suerte, que de manera singularísima le favoreció. Entre aquellos valerosos
capitanes, que podían ser temibles, unos no tuvieron la dicha de haber ganado
batallas, otros encontraron obstáculos insuperables en su ruta, y algunos
orientaron hacia otra parte su ambición. En el número de los primeros se contó
Juan Acat, capitán inglés, que, al frente de cuatro mil hombres de su nación,
peleó por cuenta de los gibelinos de Toscana, y sobre cuya fidelidad no cabe
formar juicio, por no haber salido vencedor. Pero convendrá todo el mundo en
que, si hubiese salido, los florentinos habrían quedado a su discreción. Si
Jacobo Sforcia no invadió los Estados que le tenían a sueldo, provino de que
encontró siempre frente a si a los Braceschis, que le contenían a la vez que él
les contenía también a ellos. Por último, si Francisco Sforcia (que ya vimos
destruyó la república de Milán y se hizo proclamar allí duque) orientó
eficazmente su ambición hacia la Lombardía, dependió de que Bracio dirigía la
suya hacia los dominios de la Iglesia y hacia Nápoles, contra cuya reina, Juana
II, peleó, después de haberse apoderado de Perusa y de Montona, en los
Estados Pontificios. Pero volvamos a hechos más cercanos a nosotros, y
tomemos la época en que los florentinos eligieron por capitán suyo a Pablo
Vitelli, varón habilísimo y que había adquirido grande reputación, a pesar de
que naciera en condición vulgar. ¿Quién negará que, si se hubiera apoderado
de Pisa, sus soldados, por muy florentinos que fuesen, habrían tenido por
conveniente continuar a su lado? Si hubiera pasado a sueldo del enemigo, no
habría sido posible remediar cosa alguna, puesto que, habiéndole conservado
por capitán, era natural que le obedeciesen sus tropas.
Si se consideran los progresos conseguidos por los venecianos se verá que
obraron con seguridad y con gloria, mientras ellos mismos hicieron la guerra, no intentando nada contra la tierra firme y dejando a su nobleza el cuidado de
pelear valerosamente con hombres del pueblo bajo armado. Pero, cuando se
pusieron a luchar en tierra firme, siguieron los estilos del resto de Italia, se
sirvieron de legiones pagadas, y perdieron todo su valor. Al comienzo de su
adquisición, no desconfiaron mucho de aquellas tropas mercenarias, porque no
poseían entonces, en tierra firme, un país considerable, y porque gozaban
todavía de respetable reputación. Mas luego que se hubieron engrandecido
bajo el mando del capitán Carmagnola, advirtieron muy pronto el error en que
habían incurrido. Viendo a aquel hombre, tan valiente como hábil, dejarse
derrotar, al defenderles contra el duque de Milán, su soberano natural, y
sabiendo, además que en tal guerra se conducía con tibieza, comprendieron
que ya no podrían triunfar con él. Pero, como hubieran corrido el riesgo de
perder lo adquirido, si hubiesen licenciado a dicho capitán, que se habría
pasado al servicio del enemigo, y como, por otra parte, la prudencia no les
permitía dejarle en su puesto, tomaron la resolución de hacerle perecer, para
conservar lo ganado. Tuvieron después por capitanes a Bartolomé Coleoni de
Bérgamo, a Roberto de San Severino, al conde de Pitigliano y a otros
semejantes, que les auguraban menos ganancias que pérdidas, como sucedió
en Vaila, donde, en una sola batalla, fueron despojados de adquisiciones que
les habían costado ochocientos años de enormes fatigas.
Deduzco de todo ello que con tropas mercenarias las conquistas son lentas,
tardías, limitadas, y los fracasos bruscos, repentinos e inmensos. Y ya que
estos ejemplos me han conducido a hablar de Italia, en que hace muchos años
que se utilizan semejantes tropas, quiero tomar de más arriba lo que le
concierne, a fin de que, habiendo dado a conocer su origen y su desarrollo,
pueda reformarse mejor su uso. Desde luego, hay que traer a la memoria
cómo, en los pasados siglos, Italia, después de echar de su seno al emperador
de Alemania, y ver al Papa adquirir una gran dominación temporal dentro de
ella, se encontró dividida en varios Estados. En las ciudades más importantes
se armó el pueblo contra los nobles, quienes, favorecidos al comienzo por el
emperador, oprimían a los restantes ciudadanos, mientras que el Papa
auxiliaba aquellas rebeliones de la plebe, para adquirir valimiento en las cosas
terrenas. En otras muchas ciudades se elevaron diversos individuos a la
categoría de príncipes suyos. Con ello cayó casi toda Italia bajo el poder de los
Papas, sin más excepción que algunas repúblicas, y no estando habituados, ni
los Pontífices, ni los cardenales, a la profesión de las armas, hubieron de tomar
a sueldo tropas extranjeras. El primer capitán que puso en crédito a estas
tropas fue el romañol Alberico de Como, en cuya escuela se formaron, entre
otros varios, aquel Bracio y aquel Sforcia, que fueron después los árbitros de
Italia. Tras ellos vinieron todos aquellos otros capitanes que hasta nuestros
días mandaron los ejércitos de nuestra vasta península, y el resultado de su
valor fue que, a pesar de él, nuestro hermoso país pudo ser recorrido
libremente por Carlos VIII, tomado por Luis XII, sojuzgado por Fernando el
Católico e insultado por los suizos. El método seguido por tales capitanes
consistía principalmente en privar de toda consideración a la infantería. Y
obraban así porque, no poseyendo Estado alguno, no podían alimentar y sostener a muchos hombres de a pie, y, por ende, la infantería no les procuraba
gran renombre. Preferían la caballería, cuya cantidad estaba en proporción con
los recursos del país que había de mantenerla, y en el que era tanto más
honrada cuanto más fácil resultaba su satisfactoria sustentación. Las cosas
llegaron hasta el punto de que, en un ejército de veinte mil hombres, no se
contaban dos mil infantes. Además, se habían esforzado todo lo posible para
desterrar de sus soldados y de sí mismos las penalidades y el miedo,
introduciendo el uso de no matar en las refriegas, y limitándose a hacer
prisioneros sin degollarlos. De noche, los de las tiendas no iban a acampar en
las tierras, y los de las tierras no volvían a las tiendas. No hacían fosas, ni
empalizadas alrededor de su campo, y no moraban allí durante el invierno.
Todas estas cosas, permitidas por la disciplina militar de los referidos
capitanes, las imaginaron éstos para ahorrarse fatigas y peligros. Pero, con
semejantes precauciones, condujeron a Italia a la esclavitud y al
envilecimiento.

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