CAPÍTULO IV

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POR QUÉ, OCUPADO EL REINO DE DARÍO POR ALEJANDRO, NO SE
REBELÓ CONTRA SUS SUCESORES DESPUÉS DE SU MUERTE
Considerando las dificultades que se ofrecen para conservar un Estado
recientemente adquirido, podría preguntarse con asombro cómo sucedió que
hecho Alejandro Magno dueño de Egipto y del Asia Menor en un corto número
de años, y habiendo muerto a poco de haber conquistado esos territorios sus
sucesores, en unas circunstancias en que parecía natural que todo aquel
Estado se rebelase, lo conservaron, sin embargo, y no hallaron al respecto más
obstáculo que el que su ambición individual ocasionó entre ellos. He aquí mi respuesta al propósito. De dos modos son gobernados los principados
conocidos. El primero consiste en serlo por su príncipe asistido de otros
individuos que, permaneciendo siempre como súbditos humildes al lado suyo,
son admitidos, por gracia o por concesión, en clase de servidores, solamente
para ayudarle a gobernar. El segundo modo como se gobierna se compone de
un príncipe, asistido de barones, que encuentran su puesto en el Estado, no
por la gracia o por la concesión del soberano, sino por la antigüedad de su
familia. Estos mismos barones poseen Estados y súbditos que los reconocen
por señores suyos, y les consagran espontáneamente su afecto. Y, en los
primeros de estos Estados en que gobierna el mismo príncipe con algunos
ministros esclavos, tiene más autoridad, porque en su provincia no hay nadie
que reconozca a otro más que a él por superior y si se obedece a otro, no es
por un particular afecto a su persona, sino solamente por ser ministro y
empleado del monarca.
Los ejemplos de estas dos especies de Gobiernos son, en nuestros días, el del
sultán de Turquía y el del rey de Francia. Toda la monarquía del sultán de
Turquía está gobernada por un señor único, cuyos adjuntos no son más que
criados suyos, y él, dividiendo en provincias su reino envía a él los diversos
administradores, a los cuales coloca y muda en su nuevo puesto a su antojo.
Pero el rey de Francia se halla en medio de un sinnúmero de personajes,
ilustres por la antigüedad de su familia, señores ellos mismos de sus
respectivos Estados, reconocidos como tales por sus particulares súbditos,
quienes, por otra parte, les profesan afecto, y que están investidos de
preeminencias personales que el monarca no puede quitarles sin peligrar él
mismo. Así, cualquiera que considere atentamente ambas clases de Estados,
comprenderá que existe dificultad suma en conquistar el del sultán de Turquía,
pero que, si uno le hubiere conquistado, lo conservará con suma facilidad. Las
razones de las dificultades para ocuparlo son que el conquistador no puede ser
llamado allí de las provincias de aquel Imperio, ni esperar ser ayudado en la
empresa por la rebelión de los que el soberano conserva a su lado, lo cual
dimana de las observaciones expuestas más arriba. Siendo todos esclavos
suyos y estándole reconocidos por sus favores, no es posible corromperlos tan
fácilmente, y aunque esto se lograra, la utilidad no sería mucha mientras el
soberano contase con el apoyo del pueblo. Conviene, pues, que el que ataque
al sultán de Turquía reflexione que va a hallarle unido al pueblo, y que habrá
de contar más con sus propias fuerzas que con los desórdenes que se
manifestasen en el Imperio en su favor. Pero después de haberle vencido,
derrotando en una campaña sus ejércitos de modo que a él no le sea dable
rehacerlos, no habrá que temer ya más que a la familia del príncipe. Si el
conquistador la destruye, el temor desaparecerá por completo, pues los otros
no gozan del mismo valimiento entre las masas populares. Si antes del triunfo,
el conquistador no contaba con ninguno de ellos en cambio, no debe tenerles
miedo alguno, después de haber vencido.
Empero, sucederá lo contrario con reinados gobernados como el de Francia. En
él se puede entrar con facilidad, ganando a algún barón, porque nunca faltan nobles de genio descontento y amigos de mudanzas, que abran al conquistador
camino para la posesión de aquel Estado y que le faciliten la victoria. Mas,
cuando se trate de conservarse en él, la victoria misma le dará a conocer
infinitas dificultades, tanto de parte de los que le auxiliaron como de parte de
los que oprimió. No le bastará haber extinguido la familia del príncipe, porque
quedarán siempre allí varios señores que se harán cabezas de partido para
nuevas mudanzas, y, como no podrá contentarlos a satisfacción de ellos, ni
destruirlos enteramente, perderá el nuevo reino tan pronto se presente la
ocasión oportuna.
Si consideramos ahora qué género de gobierno era el de Darío, le
encontraremos semejante al del sultán de Turquía. Le fue necesario
primeramente a Alejandro asaltarlo en su totalidad y ganar la campaña en toda
la línea. Después de este triunfo murió Darío, quedando el Estado en poder del
conquistador de una manera segura, por las causas que llevo apuntadas; y si
los sucesores de Alejandro hubieran continuado unidos, habrían podido gozar
de él sin la menor dificultad, puesto que no sobrevino otra disensión que la que
ellos mismos suscitaron. En cuanto a los Estados constituidos como el de
Francia, es imposible poseerlos tan sosegadamente. Por esto hubo, tanto en
Francia como en España, frecuentes rebeliones semejantes a las que los
romanos experimentaron en Grecia a causa de los numerosos principados que
había allí. Mientras subsistió en el país su memoria, su posesión fue, para los
romanos, muy incierta. Pero tan pronto dejó de pensarse en ello, se hicieron
poseedores seguros, gracias a la estabilidad de su imperial dominio. Cuando
los romanos pelearon en Grecia, unos contra otros, cada uno de ambos
partidos pudo atraerse la posesión de aquellas provincias, según la autoridad
que en ellas había tomado, porque, habiéndose extinguido la familia de sus
antiguos dominadores, dichas provincias reconocían ya por únicos a los
dominadores nuevos. Si, pues, se presta atención a todas estas
particularidades, no causará extrañeza la facilidad que Alejandro tuvo para
conservar el Estado de Asia y las dificultades con que sus sucesores (Pirro y
otros muchos) tropezaron en la retención de lo que habían adquirido. No
provinieron ellas del poco o mucho talento de los vencedores, sino de la
diversidad de los Estados que conquistaran.

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