Parte Del Capítulo III

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Después del precedente, el mejor medio consiste en enviar algunas colonias a
uno o dos parajes, que sean como la llave del nuevo Estado, a falta de lo cual
habría que tener allí mucha caballería e infantería. Formando el príncipe
semejantes colonias, no se empeña en dispendios exagerados, porque aun sin
hacerlos o con dispendios exiguos, las mantiene en los contérminos del
territorio. Con ello no ofende más que a aquellos de cuyos campos y de cuyas
cosas se apodera, para dárselo a los nuevos moradores, que no componen en
fin de cuentas más que una cortísima parte del nuevo Estado, y quedando
dispersos y pobres aquellos a quienes ha ofendido, no pueden perjudicarle
nunca. Todos los demás que no han recibido ninguna ofensa en sus personas y
en sus bienes, se apaciguan con facilidad, y quedan temerosamente atentos a
no incurrir en faltas, a fin de no verse despojados como los otros. De lo que se
infiere que esas colonias, que no cuestan nada o casi nada, son más fieles y
perjudican menos, a causa de la dispersión y de la pobreza de los ofendidos.
Porque debe notarse que los hombres quieren ser agraciados o reprimidos, y
que no se vengan de las ofensas, cuando son ligeras; pero que se ven
incapacitados para hacerlo, cuando son graves. Así pues, la ofensa que se les
infiera ha de ser tal que les inhabilite para vengarse.
Si, en vez de colonias, se tienen tropas en los nuevos Estados, se expende
mucho, ya que es menester consumir, para mantenerlas, cuantas rentas se
sacan de dichos Estados. La adquisición suya que se ha hecho se convierte
entonces en pérdida, ya que se perjudica a todo el país con los ejércitos que
hay que alojar en las casas particulares. Los habitantes experimentan la
incomodidad consiguiente, y se convierten en perjudiciales enemigos, aun
permaneciendo sojuzgados dentro de sus casas. De modo que ese medio de
guardar un Estado es en todos respectos, tan inútil cuanto el de las colonias es
útil.
El príncipe que adquiere una provincia, cuyo idioma y cuyas costumbres no son
los de su Estado principal, debe hacerse allí también el jefe y el protector de
los príncipes vecinos que sean menos poderosos, e ingeniarse para debilitar a
los de mayor poderío. Debe, además, hacer de manera que no entre en su
nueva provincia un extranjero tan poderoso como él, para evitar que no llamen
a ese extranjero los que se hallen descontentos de su mucha ambición. Por tal
motivo introdujeron los etolios a los romanos en Grecia y demás provincias en
que éstos entraron, llamados por los propios habitantes. El orden común de las
cosas es que, no bien un extranjero poderoso entra en un país, todos los
príncipes que allí son menos poderosos se le unen, por efecto de la envidia que
concibieran contra el que les sobrepujaba en poderío, y a los que éste ha
despojado. En cuanto a esos príncipes menos poderosos, no cuesta mucho
trabajo ganarlos, puesto que todos juntos gustosamente formarán cuerpo con el
Estado que él conquistó. La única precaución que ha de tomar es la de impedir
que adquieran fuerza y autoridad en demasía. El príncipe nuevo, con el favor de ellos y con la ayuda de sus armas, podrá abatir fácilmente a los que
son, poderosos, a fin de continuar siendo en todo el árbitro. El que, por lo que
a esto toca, no gobierne hábilmente, muy pronto perderá todo lo adquirido, y
aun mientras conserve el poder tropezará con multitud de dificultades y de
obstáculos.
Los romanos adoptaron siempre todas esas prevenciones en las provincias de
que se hicieron dueños. Enviaron allá colonias; tuvieron a raya a los príncipes
de las inmediaciones menos poderosos que ellos, sin aumentar su fuerza;
debilitaron a los que poseían tanta como ellos mismos; no permitieron en fin,
que las potencias extranjeras adquirieran allí consideración ninguna. Como
ejemplo de ello me bastará citar a Grecia, donde conservaron a los etolios y a
los acayos, humillaron el reino de Macedonia y expulsaron a Antíoco. El mérito
que los etolios y los acayos contrajeron en el concepto de los romanos no fue
suficiente para que éstos les consintiesen engrandecer ninguno de sus Estados.
Nunca los redujeron los discursos de Filipo hasta el grado de tratarle como
amigo, sin abatirle, ni nunca el poder de Antíoco los llevó a tolerar que tuviera,
en aquel país, ningún Estado. Los romanos hicieron en aquellas circunstancias
lo que todos los príncipes cuerdos deben hacer cuando toman en
consideración, no sólo los perjuicios presentes, sino más bien los futuros, y
cuando quieren remediarlos con destreza. Sólo precaviéndolos de antemano es
posible conseguirlo. Si se espera a que sobrevengan, ya no es tiempo de
remediarlo, porque la enfermedad se ha vuelto incurable. En este respecto,
ocurre lo que los médicos dicen de la tisis, que en los comienzos es fácil de
curar y difícil de conocer, pero que más tarde si no la discernieron en su
principio, ni la aplicaron remedio alguno; es fácil de conocer y difícil de curar.
Con las cosas del Estado sucede lo mismo. Si se conocen anticipadamente los
males que pueden después manifestarse, lo que no concede el cielo más que a
un hombre sabio y bien prevenido, quedan curados muy pronto. Pero cuando,
por no haberlos conocido, se les deja tomar un incremento tal que llega a
noticia de todo el mundo, no hay ya arbitrio que los remedie. Por eso,
previendo los romanos de lejos los inconvenientes, les aplicaron siempre el
remedio en su origen, y el temor de una guerra jamás les indujo a dejarles
seguir su curso. Sabían que la guerra no se evita, y que el diferirla redunda en
provecho ajeno. Al decidirse a hacerla contra Filipo y contra Antíoco en Grecia,
fue para no tener que hacérsela en Italia. Fácil les hubiera sido evitar a uno y a
otro, pero no lo quisieron ni les agradó el torpe consejo de gozar de los
beneficios del tiempo, que no se les cae nunca de la boca a los sabios de
nuestra edad. Les acomodó más el consejo que su prudencia y su valor les
sugería, conviene a saber: que el tiempo, que echa abajo cuanto subsiste,
puede acarrear tanto bien como mal, pero igualmente tanto mal como bien.
Volvamos a Francia y examinemos si hizo ninguna de esas cosas. Hablaré, no
de Carlos VIII, sino de Luis XII como de aquel cuyas operaciones se conocieron
mejor, puesto que conservó más tiempo sus posesiones de Italia, y veremos
que hizo lo contrario de lo que debió hacer para retener un Estado de diferente
idioma y de diferentes costumbres. Luis XII fue atraído a Italia por la ambición de los venecianos que querían, con su ayuda, ganar la mitad del Estado de
Lombardía. No intento afear este paso del rey francés, ni su resolución sobre el
particular, puesto que apenas puso el pie en Italia, donde carecía de amigos, y
donde encontró cerradas todas las puertas a causa de los estragos que allí
hiciera Carlos VIII, se vio forzado a respetar a los únicos aliados que en el país
tenía, y su plan habría sido acertado si no hubiera cometido falta alguna en las
demás operaciones. Tan pronto como conquistó a Lombardía volvió a ganar en
Italia la consideración que Carlos VIII había hecho perder en ella a las armas
francesas. Génova cedió, se hicieron amigos suyos los florentinos y el marqués
de Mantua, el duque de Ferrara, el príncipe de Bolonia, el señor de Forli, los de
Pésaro, Rimini, Camerino, Piombino, los luqueses, los pisanos, los sieneses,
todos, en suma, salieron a recibirle, para solicitar su amistad. Los venecianos
hubieran debido reconocer entonces la imprudencia de la decisión que habían
tomado, únicamente para adquirir los territorios de Lombardía y para hacer al
rey francés dueño de los dos tercios de Italia. Compréndase ahora la facilidad
con que Luis XII, de haber seguido las reglas que acabo de formular, hubiese
conservado su reputación en nuestra península, y asegurándose cuantos
amigos había hecho en su territorio. Siendo éstos numerosos, aunque débiles,
y temiendo unos al Papa y otros a los venecianos se hallaban en la precisión de
permanecer adictos al rey francés a quien, por medio de ellos, le era posible
contener sin dificultad a lo que quedaba de más poderoso en el resto de Italia.
Pero no bien llegó Luis XII a Milán, obró de un modo contrario, supuesto que
ayudó al papa Alejandro VI a apoderarse de la Romaña, sin echar de ver que
con semejante determinación se hacía débil, por una parte, desviando de sí a
sus amigos, y a los que habían ido a ponerse bajo su protección, y que, por
otra parte, extendía el poder de Roma, agregando tan vasta dominación
temporal a la dominación espiritual, que le daba ya tanta autoridad. Esta
primera falta le obligó a cometer otras pues, para poner término a la ambición
de Alejandro VI e impedirle adueñarse de la Toscana, hubo de volver al Norte.
No le bastó haber dilatado los dominios del Papa, y desviado de sí a sus
propios amigos, sino que el deseo de poseer el reino de Nápoles le indujo a
repartírselo con el rey de España. Así, en los momentos en que era el primer
árbitro de Italia, se buscó en ella un asociado, al que cuantos se hallaban
descontentos con él debían, naturalmente, recurrir, y cuando podía haber
dejado en aquel reino a un monarca que no era más que pensionado suyo, le
echó a un lado para poner a otro, capaz de arrojarle a él mismo. En verdad, el
deseo de adquirir es cosa ordinaria y lógica. Los hombres que adquieren
cuando pueden hacerlo serán alabados y nadie los censurará. Pero cuando no
pueden, ni quieren hacerlo como conviene, serán tachados de error y todos les
vituperarán. Si Francia podía atacar con sus fuerzas a Nápoles, debió hacerlo.
Si no podía, no debió dividir aquel reino. Si el reparto que hizo de Lombardía
con los venecianos es digno de disculpa a causa de que el rey francés halló en
ello un medio de poner el pie en Italia, la empresa sobre Nápoles merece
condenarse, puesto que no había motivo alguno de necesidad, que pudiera
excusarla. Luis XII, pues, cometió cinco faltas, dado que destruyó las reducidas
potencias de Italia; aumentó la dominación de un príncipe ya poderoso,
introdujo a un extranjero que lo era mucho, no residió allí él mismo, y no estableció colonias. Estas faltas, sin embargo, no le hubieran perjudicado en
vida, si no hubiese cometido una sexta: la de ir a despojar a los venecianos.
Era cosa muy razonable, y hasta necesaria, abatirlos, aunque él no hubiera
dilatado los dominios de la Iglesia, ni introducido a España en Italia. Pero no
debió consentir su ruina, ya que siendo por sí mismo poderoso, hubiera tenido
distantes siempre a los otros de toda empresa sobre Lombardía, ya porque los
venecianos no le hubieran tolerado, sin ser ellos mismos los dueños, ya porque
los otros no hubieran querido quitársela a Francia para dársela a ellos, o
porque hubiera carecido de audacia para atacar a ambas potencias a la vez. Si
alguien arguyera que Luis XII cedió la Romaña al Papa y el reino de Nápoles al
monarca español, para evitar una guerra, le contestaría con las razones ya
apuntadas, conviene a saber: que no debemos dejar nacer un desorden para
evitar una guerra, pues acabamos no evitándola, y sólo la diferimos, lo que
redunda a la postre en perjuicio nuestro. Y si algún otro alegara la promesa
que el rey francés había hecho al Papa de ejecutar en favor suyo la empresa,
para obtener la disolución de su matrimonio con Juana, su esposa, y el capelo
cardenalicio para el arzobispo de Ruán, replicaré a la objeción con las
explicaciones que daré más tarde sobre la fe de los príncipes y el modo como
deben guardarla. Si Luis XII perdió la Lombardía, fue por no hacer lo que
hicieron cuantos tomaron provincias y quisieron conservarlas. No hay en ello
milagro, sino una cosa natural y común. Hablé en Nantes con el cardenal de
Ruán, cuando el duque de Valentinois, al que llamaban vulgarmente César
Borgia, hijo de Alejandro VI, ocupaba la Romaña, y habiéndome dicho el
cardenal que los italianos no entendían nada de cosas de guerra, le respondí
que los franceses no entendían nada de cosas de Estado, puesto que de otro
modo no hubieran dejado tomar al Papa tamaño incremento de dominación
temporal. Se vio por experiencia que la que el Papa y España adquirieron en
Italia les vino de Francia, y que la ruina de Francia en Italia dimanó del Papa y
de España. De lo cual podemos deducir una regla general que no engaña
nunca, o que, al menos, no extravía sino raras veces, y es que el que ayuda a
otro a hacerse poderoso provoca su propia ruina. Él es quien le hace tal con su
fuerza o con su industria y estos dos medios de que se ha manifestado provisto
le resultan muy sospechosos al príncipe que, por ministerio de ellos, se tornó
más poderoso.

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