Capítulo 1: ¿es el final?

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Norte de Sqania, Garthonia -  a finales de primavera

A sus veintidós años, Erold no imaginaba que su vida volvería a estar en peligro aquella noche semi nublada en la ciudadela amurallada de Garthonia; entre inmuebles incendiados, el miedo y la aflicción de su pueblo. 

La artillería se oía a lo lejos, como rayos anunciando la llegada de una fuerte tormenta.

El joven de ligera piel bronceada apoyó con urgencia su costado derecho en un muro de la estrecha calle empedrada. Respiraba aquejado y agitado por la persecución.

Personas pasaban a los extremos con claro afán y aturdimiento.

Erold, luego de ojear varias veces a los lados para asegurarse de que por un instante estaba a salvo, se revisó la flecha clavada en el brazo izquierdo y notó que la sangre escurría con lentitud por su uniforme índigo con hombreras doradas. Le ardía tanto que le tocó ahogar un alarido, el cual se volvió una impotente risilla entrecortada.

«¡Argh, mierda! Duele como mil demonios... No debí beber este día, no pude verle bien», pensó.

Con la espada aún empuñada, inspiró aire con fuerza al tiempo que se limpió con la manga de su uniforme el sudor bajo la nariz y mejilla izquierda, en la que tenía un viejo corte. Su cabello plateado y ondulado, apenas y recogido por una corta coleta, era cubierto por las cenizas cual copos de nieve.

«Un contraataque en plena celebración... Malnacidos bastardos. De seguro vinieron por los grifos y los esclavos. ¡Sabía que a la larga eso traería problemas! No me escucharon», pensó con ironía.

Sus ojos mieles no dejaban de revisar los alrededores. Desde allí le llegaba el hedor a todo tipo de material calcinado, junto con el olor a pólvora.

«Esto es una pesadilla... Diosa Elett, protégelos a todos», pensó y aspiró aire.

Al reanudar el trote, su cuerpo se tambaleaba con ligereza; tras de eso, veía contornos en cada cosa a su alrededor. Pero incluso así, logró llegar a una entrada de la gran plaza: rodeada en su mayoría por escombros. La catedral cercana parecía que había sido bombardeada en algunas partes. Por fortuna y para desgracia del pueblo, esa noche no había nadie dentro; estaba cerrada.

—¡Mataron a los guardias!, ¡los mataron a todos! —exclamó un hombre que huía aterrado.

—Alguien, ¡ayúdeme! Mi esposa y mi hija están atrapadas —dijo otro junto a lo que había sido su casa y taller de zapatos. Desesperado, se agarró el cabello entre sollozos—. Por favor...

—¡Mi Stephan! ¿Por qué se llevaron a mi muchacho? —una señora lloraba con una mano en la frente al tiempo que su familia la obligaba a seguir corriendo.

Se oyeron en la lejanía más ecos de cañones y arcabuces siendo disparados; el turbado rostro de Erold fue de un lado al otro y sus ojos se cerraron unos segundos mientras negaba con la cabeza.

«Todo lo que hicimos para ganar esta guerra, para protegerlos ¡Maldita sea!», sopesó y tensó la mandíbula.

Sin aguantar más, Erold caminó al centro del lugar, elevó su espada y con voz ronca gritó:

—¡Salgan todos de aquí! ¡¿Qué esperan?! —Apuntó a un lado—: ¡Corran! Es una orden.

Varias personas le hicieron caso al verle su uniforme de gala militar y con torpes trotes huyeron del sitio, otras, simplemente quedaron pasmadas o le ignoraron.

—¡¿Qué no están escuchan...

Erold no tuvo tiempo para seguir advirtiéndoles; pues una flecha por poco le atraviesa el costado y a otra persona le pasó cerca del muslo. Era el «enmascarado», que yacía en la sombras y que lo había vuelto a encontrar.

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