El último baile

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Estaba tumbada en la cama, tapada con la manta y un baso de agua encima de la mesilla de noche. Me pregunté cómo había llegado hasta allí y decidí ignorarlo para prepararme y bajar a desayunar.

Volvimos a dar una última clase antes del gran día y me vestí de forma cómoda pero un tanto provocativa. Este día era importante y quería disfrutarlo hasta el último momento, sabiendo que probablemente sería de los últimos.

El aire era pesado, todos estaban en tensión y hacer caso a las explicaciones que Sergio, Martín y yo dábamos era más difícil a cada minuto que pasaba. Algunos rezaban en sus cabezas para volver a ver a sus hijos, otros se mordían las uñas y arañaban el pupitre de forma frenética mientras los demás se limitaban a llorar de forma silenciosa al fondo de la clase.

Los miraba atenta, queriendo descifrar todas y cada una de sus facciones y sentimientos sin necesitar más de dos segundos. Hacíamos preguntas y nadie contestaba, dábamos detalles del meticuloso plan por una última vez pero nadie atendía, hasta que supe que era momento de la charla que tarde o temprano alguien debía dar.

-Si no queréis entrar ahí ahora es el momento de decirlo, no después.

Todos me miraron confusos, pero sabían que en el fondo tenía razón. Se echaban miradas cómplices entre ellos, casi pidiendo que fueran socorridos de aquel lugar.

-No pienso entrar ahí con gente que tiene miedo a cuatro pistolitas. Los que no tengan cojones a entrar que se vayan de aquí ahora.

Mi voz rompió el silencio sin importarme en lo absoluto y esperé la respuesta de alguno de ellos, pero al cabo de casi un minuto supe que esa respuesta nunca llegaría.

-Bien, parece que nad-

-Iremos.

Bogotá interrumpió mi último aliento por tener algo de fe y los demás siguieron su frase.

-Sí, iremos todos.

-Iremos.

-Estamos juntos en esto.

Miré a Martín unos segundos para girar mi vista a Sergio una vez más.

-Bueno, al menos son valientes -Dije alzando los hombros.

Sergio sonrió orgulloso y terminó la clase para llevarnos a comer al jardín.

Todos estábamos alrededor de una mesa enorme, lo suficientemente grande para que todos cupiéramos sin problema. La comida iba llegando en grandes bandejas que Marsella dejaba en el centro y esperábamos a que todos se sentaran para comenzar a comer.

La comida concluyó como de costumbre y todos charlaban sin parar mientras yo me limitaba a disfrutar del paisaje aquel día. El cielo estaba completamente despejado y el canto de los pájaros era como una dulce melodía que resonaba en mis oídos con suavidad.

La hierba se mecía con suavidad y los sonidos de los animales custodiados por algunos de los monjes del monasterio eran interrumpidos por las fuertes habladurías de todos los comensales.

La comida iba desapareciendo poco a poco hasta que la mesa quedó completamente vacía. Sergio volvía a repasar aspectos indispensables del plan pero nadie parecía hacerle caso alguno.

-Venga, profesor, tranquilícese un poco coño -Habló Bogotá desde la otra punta de la mesa.

-Sí, profesor, hay que aprovechar hoy que no nos queda nada ya -Denver le seguía el rollo a Santi sin cortarse ni un pelo.

Me crucé de brazos y esperé a ver cómo iba a desenlazarse todo aquello, pero pude notar la penetrante mirada de Martín en mí.

Nos quedamos así un par de segundos hasta que Bogotá se levantó de su sitio para agarrarme del brazo y levantarme con fuerza del mío, pegándonos de tal forma que nuestros cuerpos se tocaban entre sí.

Milán y PalermoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora