"¡Al fin llegó aquello que tanto esperaba, Harry! Mis antecedentes laborales y las recomendaciones de Minerva McGonagall surtieron efecto. ¡Dentro de dos semanas viajo a Dublín!"
Debería haber sonreído, hacer un gesto triunfante y luego abrazarla a modo de felicitación.
Sin embargo; nada de eso sucedió.
Una intensa puntada manifestándose en el centro de su pecho, seguido de un nudo en el estómago junto con un breve mareo. Esos fueron sus síntomas.
Sonrió débilmente mientras sus ojos –ya no tan verdes- se ausentaban fijos en la nada detrás de los cristales.
Hermione había esperado esa felicitación que jamás llegó; luego de replantearse por vigésima vez si su decisión de emprender camino hacia el nuevo rumbo que había anhelado toda su vida era lo correcto. La extraña actitud de Harry parecía haber esfumado toda su alegría con un soplido.
Y ahí se encontraba él; a dos horas de la despedida que se festejaría en esa conocida discoteca Muggle. Pensando en cómo había dejado que los días se escurrieran sobre sus dedos como agua turbia. Notando la falta que le harían los retos por un descuido, el cabello encrespado y la sonrisa de su única mejor amiga.
Los doce años que llevaba de conocerla no facilitaban en lo absoluto la catástrofe que se avecinaba a su vida.
La regla era tan simple que incluso asustaba; sin Hermione, Harry no era Harry.
No era aquel mago despreocupado, valiente y vergonzoso. No era el que se refregaba la punta de la nariz cuando no sabía qué decir, ni tampoco el niño-adolescente y, ahora, hombre que tenía una particular adicción para hallar problemas. No sería aquel que fingiera pucheros cuando ella pedía ver el informativo mágico y él deseaba el partido de Quidditch. Ni tampoco, claro está, aquel recurso desesperado de compañía mutua en las grandes fiestas que requerían la presencia de una pareja.
Oh, si. Y la amaba. Había salteado ese pequeñísimodetalle.
Él estaba desde la planta de los pies, hasta su coronilla rebelde; condenadamente enamorado de ella. El amor a simple vista definitivamente no había surtido efecto alguno en él.
Había sido la acumulación de vivencias, las eternas travesías juntos; inseparables.
Y por supuesto que no era costumbre, Hermione lo sorprendía todos los días con una cosa nueva. Ella siempre había estado para él; en lo que parecía imposible como en lo cotidiano. Ella se oponía a sus descabelladas soluciones, y encontraba cien planes maestros mejores. Ella luchaba por lo correcto; eso a Harry lo maravillaba. Hermione sabía moverse en el mundo con total facilidad, gracia e inteligencia.
La parte que más le gustaba a él era esa. La total independencia que Hermione parecía demostrar pese a lo insegura que fuese por dentro. La entereza que la llevaba a arriesgarlo todo por él.
Para sumar más, era increíblemente bella; o al menos así la veía él. Su mirada de chocolate lograba penetrar de tal manera en sus ojos que ambos podían descubrir, sin siquiera mosquearse, qué era lo que pensaban. Su melena abultada a la cual a veces se le definían algunos rizos la dotaban de personalidad.
Y su sonrisa.
Ese era el punto en el cual a Harry llegaban a darle escalofríos con tan sólo pensarla. La sonrisa de Hermione invitaba a reír; borraba rastros de tristeza y acumulaba sensaciones en cualquier observador. Era pura, y al no manifestarse en varias ocasiones; verla sonreír era uno de los acontecimientos más deslumbrantes que Harry tenía gusto de conocer íntimamente.
Todas y cada una de esas cosas quedarían grabadas en su retina a modo de recuerdo. Pero no sería lo mismo.
No podría aparecerse en su hogar a la medianoche con una película bajo en brazo dándole un susto de mil demonios. Ni tampoco ella se quedaría dormida en sus piernas luego de una larga caminata.