CAPÍTULO XII

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- Las marcas siguen rojas y parece que tienes un cardenal justo al lado - le explicó Jane a su hermana, quien no quería ver por sí misma el resultado de su castigo del día anterior.

- ¿Y cómo luce mi mejilla?

- Bastante roja, deberías colocarte el emplasto de árnica que te preparé

- Muchas gracias Jane ¿Qué haría yo sin ti? -le agradeció con un abrazo sin levantarse de la cama.

- Pues, morirías de hambre -le respondió con una carcajada -cuando termine el desayuno te traeré un pan de huevo y leche tibia -le informó antes de que una criada tocara a la puerta y se le hiciera pasar para ayudar a las señoritas a cambiarse para el desayuno.

- Mi hermana va a quedarse en cama, no se siente bien.

- Sí, señorita, ¿Desea que le suba el desayuno en bandeja? - ofreció. Pero Jane, negó con la cabeza sabiendo que talvez su madre viera la acción y la impidiera. Era mejor que ella le trajera la comida a escondidas para asegurar que su hermana comiese esa mañana.

Elizabeth cerró los ojos y se quedó inmóvil por varias horas esperando que su hermana subiera con su comida; más no se quedó dormida. Ella se encontraba meditando y reflexionando.

Debido a las acciones realizadas el día anterior, se encontró pensando en su familia, sus padres y sus hermanas.

Si la opinión de Elizabeth se derivase de lo que veía en su propia familia, no podría haber formado una idea muy agradable de la felicidad conyugal y del bienestar doméstico. Su padre, cautivado por la juventud y la belleza, y la aparente ilusión y alegría que ambas conllevan, se había casado con una mujer cuyo débil entendimiento y espíritu mezquino habían puesto fin a todo el afecto ya en los comienzos de su matrimonio. El respeto, la estima y la confianza se habían desvanecido para siempre; y todas las perspectivas de dicha del señor Bennet dentro del hogar se habían venido abajo. Pero él no era de esos hombres que buscan consuelo por los efectos de su propia imprudencia en los placeres que a menudo confortan a los que han llegado a ser desdichados por sus locuras y sus vicios. Amaba el campo y los libros y ellos constituían la fuente de sus principales goces. A su mujer no le debía más que la risa que su ignorancia y su locura le proporcionaban de vez en cuando. Ésa no es la clase de felicidad que un hombre desearía deber a su esposa; pero a falta de... El buen filósofo sólo saca beneficio de donde lo hay.

Elizabeth, no obstante, nunca había dejado de reconocer la inconveniencia de la conducta de su padre como marido. Siempre la había observado con pena, pero respetaba su talento y le agradecía su cariño, por lo que procuraba olvidar lo que no podía ignorar y apartar de sus pensamientos su continua infracción de los deberes conyugales y del decoro que, por el hecho de exponer a su esposa al desprecio de sus propias hijas, era tan sumamente reprochable. Pero nunca había sentido como entonces los males que puede causar a los hijos un matrimonio mal avenido, ni nunca se había dado cuenta tan claramente de los peligros que entraña la dirección errada del talento, talento que, bien empleado, aunque no hubiese bastado para aumentar la inteligencia de su mujer, habría podido, al menos, conservar la respetabilidad de las hijas. El señor Bennet, concluyó, también era incompetente como padre y se podía demostrar no solo con la crianza falta de dirección a las se sometían todas las hijas Bennet, sino también a su falta de visión ante el peligro.

La joven no podía aún creer que su padre hubiese consentido el viaje de Lydia, sin poner trabas a su realización y, Dios no quisiese, talvez hubiese permitido que Kitty la siguiera, si la oportunidad se hubiese presentado.

Elizabeth se había visto obligada a ensuciarse las manos respecto a ese asunto y el palpitar de sus pantorrillas se lo recordaba. En realidad, era solo segunda vez, en toda su vida, que había recibido un castigo de esa índole.

ORGULLO Y PREJUICIO - Aceptando la propuestaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora