Durante su enfermedad, los mareos y constantes dolores de cabeza le hacían imposible a Elizabeth posicionarse temporalmente. A veces creía que llevaba años reposando en la cama, mientras que en otros momentos le parecía que solo habían pasado unos pocos días y que estos se alargaban para hacerla sufrir a propósito.
Su condición no mejoraba y al segundo día de la sangría su temperatura volvió a subir. Elizabeth sentía que moría y aunque por un lado se obligaba a tomarlo como un castigo bien merecido, por el otro creía que ningún crimen terrestre justificaba el dolor que le provocaba ese calvario de enfermedad.
La agonía llegó a tal punto que se encomendó a Dios en una oración suponiendo que era su última noche en la tierra, más al día siguiente al escuchar unos ruidos abrió sus ojos un ápice y supo que había sobrevivido.
En las neblinas de su conciencia a veces lograba ver rostros y escuchar voces lejanas que la atendían. Esa mañana pudo identificar a un hombre muy robusto que se acercaba a su cama, levantaba sus sábanas y desanudaba su camisón. Terriblemente asustada lo tomó del brazo y le susurró con todas las fuerzas que tenía que no la tocara. Entre la bruma otro rostro borroso con la voz del señor Bennet le pidió que se calmara y que la otra persona era el doctor Davis.
El hombre era un recién llegado en la jurisdicción. Un caballero peculiar de gustos estrafalarios que siempre había deseado vivir en el campo aunque toda su familia provenía de la ciudad. Recientemente había logrado convencer a su esposa de mudarse de su pequeña casa en Londres a una casa el doble de grande por la mitad del precio en la provincia.
Lo importante del doctor Davis era que amaba su profesión, por ello cuando escuchó de unas señoras en el mercado que la hija joven de una familia que vivía a las afueras de Meryton estaba bastante enferma, no esperó a que lo llamasen y se dirigió en un coche de alquiler a Longbourn.
El señor Bennet le agradeció con violencia su noble proceder y le garantizó que si podía curar a su hija le pagaría el doble o hasta el triple de su comisión.
El hombre encontró a su paciente bastante debilitada, delgada y, efectivamente, muy enferma. El primer doctor no se había equivocado al diagnosticarla con la infección, pero la medicina recetada no era la correcta, necesitaba una más fuerte todavía. Mandó a un sirviente a que le trajera el vino más añejo que pudiera encontrar en la licorería y a otro en busca de su esposa para que le señalase donde se encontraba su maleta de remedios entre el bulto de su reciente mudanza. Los tres días siguientes se quedó hospedado en Longbourn porque tenía fuertes sospechas de que si Elizabeth no comenzaba a bajar la fiebre pudiera sufrir de convulsiones. Toda la casa pudo dar una exhalación conjunta cuando el doctor Davis les comunicó que lo peor había pasado. El señor Bennet le dio un abrazo fuerte al hombre que había salvado a su hija.
Penosamente, la recuperación de la joven fue muy dificultosa para sus parientes. La lucidez que logró recuperar le permitía sentir el malestar de su cuerpo enfermo y sus aquietados quejidos mortificaban a sus hermanas y sus padres. Al doctor Davis le parecía muy interesante la lentitud de la mejoría de Elizabeth y comenzó a sospechar que algo más le pasaba.
-Sea sincera señorita Bennet ¿Le duele? – le preguntó él a la joven mientras presionaba su caja torácica para verificar su estado.
-Me siento morir – respondió ella apretando sus ojos por el dolor.
-Debe pensar que soy su verdugo, no hago más que infligirle dolor desde que la conozco – dijo con un tono de disculpa en la voz.
-No debe suponer que no me lo merezco, señor. Además, si pudiera quejarme solo sería del mal sabor de las medicinas que me da, fuera de eso no tengo derecho a pero alguno.
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ORGULLO Y PREJUICIO - Aceptando la propuesta
Ficción históricaAHORA ILUSTRADO! Elizabeth sentía una furia contenida al escuchar la declaración del señor Darcy. Cuando terminó de hablar se preparó con rabia para responderle. - En estos casos creo que se acostumbra expresar cierto agradecimiento por los sentim...