Hoy en día, el mundo siempre está ocupado. Nos despertamos temprano, desayunamos, nos cepillamos los dientes y salimos a trabajar, o para los afortunados que trabajan desde casa, simplemente deben sentarse frente a su computador a completar las tareas del día. Los fines de semana, decidimos romper la rutina; nos despertamos más tarde de lo debido, miramos una película, y en la tarde salimos con nuestros amigos, si tenemos alguno, claro. Incluso cuando decimos que no estamos haciendo nada, estamos ocupados. Por ejemplo, ahora mismo, yo estoy sentado sobre la cama -si es que se le puede llamar cama a este colchón, que parece más una piedra que un colchón- de mi celda 4 x 4, repasando mentalmente todo lo que sucedió para llegar a esta situación.
Seguramente se preguntarán cómo llegué a estar en una celda. Les puedo asegurar que soy inocente. Me llamo Zac, y hasta hace cuatro semanas trabajaba para la policía, para ser exactos, era uno de los forenses más respetados -si no el más respetado- en el departamento de policía de Londres. ¿Qué pasó? Déjenme contarles.
Todo comenzó un lunes. Si para entonces ya detestaba los lunes, después de lo que pasó ese día, llegué a odiarlos completamente. Como de costumbre, me levanté a las cinco en punto de la mañana, tomé una ducha fría, desayuné un poco de cereal, me cepillé los dientes y salí de mi pequeño apartamento, exactamente a las cinco y cuarenta de la mañana. Caminé tres cuadras hasta llegar a la estación del autobús. Revisé mi reloj: cinco y cincuenta. Tenía que esperar once minutos para que llegara el autobús de las seis -o seis y uno, dado que siempre llega un minuto tarde-. Me senté en el banco, junto a una mujer que estaba demasiado distraída revisando su celular. Noté que su bolso estaba a su costado izquierdo, justo al alcance de mi mano derecha. «Podría robarle el bolso y no se daría cuenta hasta que fuese demasiado tarde», pensé, pero claro, no iba a robarle el bolso, robar traía problemas, y los problemas eran de las cosas menos útiles en la vida.
Podría decir que perdí la noción del tiempo observando a mí alrededor, pero eso no sería más que una vil mentira. Nunca en mi vida había perdido la noción del tiempo, este siempre estuvo presente en mi mente. Tic tac. Tic tac. Los segundos, los minutos, las horas. Tic tac. Tic tac. Precisos como un reloj.
Exactamente once minutos más tarde, llegó el autobús. Me subí en él, le pagué al conductor, y me senté en la fila trasera, en el asiento junto a la ventana izquierda. Durante todo el trayecto estuve pensando en la pila de casos que me esperaban una vez llegara a la comisaría. Pensé especialmente en el caso Adams, que llevaba investigando por más de tres meses, y aún no había podido resolver. Aun así, no me iba a rendir. «Debe haber una pista que me ayude a resolverlo, sólo debo encontrarla», pensé. Si tan sólo hubiese sabido que no tendría oportunidad de cerrar el caso, se lo habría dado a Roger, mi compañero de laboratorio, y me habría ahorrado la molestia; pero por supuesto, no hay forma de saber el futuro.
A pesar del tráfico matutino, llegué a las seis y treinta a la comisaria. Como cada día, me dirigí directamente a mi laboratorio, saludé a Roger y me senté en mi escritorio a revisar mis casos. Como supondrán, el primer caso que revisé fue el caso Adams. A simple vista, era un caso fácil de resolver. Maxwell Adams, el dueño de un casino, había sido asesinado, y toda la evidencia apuntaba a que el asesino había sido el conserje. Entonces ¿por qué llevaba tanto tiempo investigándolo? Respuesta simple: nada es tan fácil como parece.
Me pasé una mano por el cabello. Modestia aparte, siempre había sido un genio en la criminalística. Fui el mejor de mi clase, y logré convertirme en el criminalista más joven en Londres. El hecho de que no podía resolver un caso aparentemente sencillo me tenía desesperado, y también estaba preocupando al capitán Baker, que siempre me había confiado los casos más complejos. Nunca lo había decepcionado, hasta entonces.
Pasé tres horas trabajando sin descanso. Fue entonces cuando noté un sobre blanco sobre mi escritorio. Me extrañé mucho, ya que si de algo me caracterizaba, era de ser extremadamente observador. Revisé el sobre; no tenía nada escrito. Lo abrí, y la carta tenía escritas solo cuatro palabras: Yo maté a Adams.
Si piensan que gracias a esa carta descubrí al verdadero culpable, estarán en lo cierto. Si piensan que después de eso lo encerré, estarán parcialmente en lo correcto. Pero si piensan que todo fue sencillo, estarán completamente equivocados. Como dije antes: nada es tan fácil como parece.
No tuve necesidad de hacer ninguna prueba para saber quién había escrito la carta. Pero esta realización también dejó una pregunta en mi mente. ¿Cómo es que no lo recordaba? Era imposible no reconocer que aquellas cuatro pequeñas palabras habían sido escritas por mi persona. ¿Pero cómo? No tenía idea. Siempre había logrado encontrar la respuesta a cualquier pregunta, pero por primera vez en mis veintidós años de vida, estaba completamente desconcertado, y permanezco desconcertado hasta el día de hoy.
Cuando terminó el día, regresé a mi pequeño apartamento, y por primera vez en mi vida, perdí la noción del tiempo. Entré como una exhalación, fui a mi estudio -perfectamente ordenado- y revolqué los cajones sin compasión. Necesitaba encontrar una prueba de que todo era falso, una prueba de mi inocencia. No encontré ninguna.
Cualquiera que hubiese visto por la ventana, habría pensado que estaba completamente loco, y ahora que lo pienso, estaba completamente loco. Dejé de buscar y miré al panorama. Mi una vez pulcro estudio estaba hecho un completo desastre. Me dirigí a mi dormitorio y me senté en la cama, perdido en mis pensamientos. Por segunda vez en mi vida, perdí la noción del tiempo. Todas las imágenes regresaron a mi mente. Yo, de pie en la oficina de Adams, con un cuchillo en mi bolsillo. Adams mirándome con extrañeza. Yo, cortando ligeramente su arteria carótida, y dejándolo en el suelo, desangrándose.
Ese no podía ser yo, ¿verdad?
Lo siguiente que recuerdo es escuchar a alguien forzando la cerradura, entrando a mi dormitorio y obligándome a ponerme en pie. No opuse resistencia.
-Zac Stewart, quedas arrestado por el asesinato de Maxwell Adams -dijo Myers, uno de los detectives que más me agradaban. Pude notar la nota de decepción en su voz.
Nunca antes en mi vida había experimentado tanta impotencia como durante el día del juicio. De pronto, toda la evidencia encajaba. Aun así, yo sabía que era inocente, ¿cómo? No lo sé. No le tomó mucho tiempo al juez declarar su sentencia: cadena perpetua. Estaría en prisión por el resto de mi vida.
Hoy, veintiuno de febrero, se cumplen cuatro semanas desde ese fatídico lunes, pero desde entonces no he podido parar de pensar en una cosa: yo soy inocente.
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FECHA DE PUBLICACIÓN: 9/05/22
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El Caso del Criminalista
Gizem / GerilimZac Stewart, de 22 años, conocido como el criminalista más joven y respetado en el departamento de policía de Londres, es asignado para investigar el asesinato de Maxwell Adams, un caso aparentemente sencillo, pero que termina convirtiéndose en el r...