Capítulo 4: Cuando dañan el alma

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Rubí.

El eco de la música aún resonaba en mis oídos mientras cruzaba la puerta de mi casa. Los escalones de mármol, testigos silenciosos de generaciones de Bianchi, crujieron bajo mis zapatillas de baile. Mis dedos rozaron distraídamente el medallón que colgaba de mi cuello, el último regalo de mi madre antes de que la sociedad trujillana la quebrara también a ella. La imagen de aquel afable joven persistía en mi mente como una fotografía indeleble: sus ojos brillantes desafiando las convenciones, el roce tentativo de sus manos durante nuestro baile improvisado, el aroma a jazmines que emanaba de su cabello cuando girábamos juntos. Una sonrisa traicionera se dibujó en mis labios al recordar cómo había descartado la rutina de ballet que mi padre esperaba, eligiendo, en cambio, un baile que hizo que los murmullos recorrieran el salón como una ola de desaprobación.

El reloj del vestíbulo marcaba las once con campanadas que sonaban como sentencia. El crujido del piso de madera antigua anunció su presencia antes de que lo viera. Mi padre emergió de las sombras del corredor, su figura recortada contra la luz mortecina de las lámparas de aceite. El olor a cigarro lo precedía, una combinación que había aprendido a temer desde niña. Entre sus dedos, el látigo de cuero negro, herencia de mi abuelo, serpenteaba como una víbora lista para atacar.

—¿Qué espectáculo grotesco pretendías dar hoy, señorita?— Su voz, apenas un susurro, cortaba más que un grito. Las venas de su cuello se marcaban bajo su impecable corbata de seda italiana. —Te has comportado como una vulgar bailarina de taberna. ¿Es así como agradeces la educación que te he dado? ¿Los sacrificios que he hecho para mantenerte en la alta sociedad?

Los candelabros proyectaban sombras danzantes sobre las paredes tapizadas con motivos franceses, testigos silenciosos de lo que estaba por venir. Apreté los puños, sintiendo las uñas clavarse en mis palmas hasta dejar medias lunas rojas en la carne.

—¿Educación?— La palabra salió como un desafío, alimentada por años de rabia contenida. —¿Llamas educación a convertirme en una muñeca de porcelana? ¿A ahogar cada destello de vida bajo capas de etiqueta y falsedad? Era solo un baile, padre. Un simple baile que me hizo sentir... Viva, quise decir, pero las palabras murieron en mi garganta al ver sus ojos inyectados en sangre.

—¡Cállate! Eres una simple mujer, sin derecho a nada. Naciste para ser una escoria en la faz de la tierra, algo que solo sirve para crear hijos y ser ama de casa. No puedes siquiera valerte por ti misma en el mundo exterior. Apuesto a que no lograrías nada.

El primer golpe llegó como un relámpago. Mi mejilla ardió donde su mano había impactado, y el sabor metálico de la sangre invadió mi boca. Vi gotas carmesí manchando el cuello de encaje de mi vestido, un regalo de la tía Constanza que ahora servía como lienzo para mi humillación.

—Alejandro Mannucci será tu esposo.— Su declaración cayó como una lápida sobre mis sueños. —Una mujer de tu posición no tiene el lujo de elegir. Tu único propósito es mantener el legado de esta familia. ¿Crees que no he visto cómo miras a ese... a ese estudiante becado? ¿Crees que permitiré que arrastres nuestro apellido por el fango? Ese muchacho no es más que basura.

—El amor no se impone,— susurré, sabiendo que cada palabra era un clavo más en mi ataúd. —No pueden obligarme a sentir lo que ustedes quieren que sienta.

Sus ojos se oscurecieron hasta volverse dos pozos negros.

—¿Amor?— El látigo silbó en el aire como una serpiente venenosa. —El amor es un invento de tus novelas baratas. Las mujeres de nuestra clase no tienen el privilegio de soñar con cursilerías románticas.

El primer latigazo rasgó la seda de mi vestido. El segundo arrancó un grito que rebotó en las paredes de mármol. Perdí la cuenta después del quinto, o tal vez fue el sexto. Mi mundo se redujo a líneas de fuego que se dibujaban sobre mi piel, mientras las lágrimas corrían silenciosas por mis mejillas. A través de la bruma del dolor, podía escuchar a la servidumbre moverse nerviosamente en los pisos superiores, pretendiendo no oír, como habían hecho durante años con los gritos de mi madre.

LA REENCARNACIÓNDonde viven las historias. Descúbrelo ahora