Capítulo 1: Doncella Rubí Bianchi

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Rubí
Cada mañana, antes de que el sol despuntara sobre las calles coloniales de Trujillo, me encontraba aún aferrada a los fragmentos de un sueño, esos instantes fugaces en los que mi mente escapaba de la prisión invisible que me rodeaba. En esos sueños, podía vagar por ciudades que nunca había visto, cruzar mares en barcos que solo conocía por los libros o simplemente caminar sin rumbo por las calles empedradas de esta ciudad que, a pesar de su belleza, se había convertido en mi jaula dorada. Sin embargo, apenas abría los ojos y me encontraba rodeada por las opulentas paredes de mi habitación en nuestra casona colonial en Jirón Pizarro, la realidad se estrellaba contra mí con una brutalidad silenciosa.

Mi realidad era otra, muy distinta a la libertad que anhelaba. Nací bajo la estricta sombra de mi padre, Alessandro Bianchi, un retirado militar italiano convertido en próspero comerciante y docente de la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional de Trujillo, cuyo porte militar persistía en cada aspecto de su vida. Sus palabras eran órdenes, y su presencia en nuestra casa, un recordatorio constante de la disciplina que esperaba de sus hijas. Lo encontraba en su estudio, rodeado de libros de Derecho y artículos sobre educación, sus ojos fríos recorriendo documentos mientras el olor a tabaco impregnaba el aire. Sus comentarios sobre "la juventud actual" eran frecuentes, especialmente ahora que yo iniciaba mi primer año en la Facultad de Derecho, siguiendo el camino que él había trazado para mí, ya que no tenía otra opción: era eso o entrar en matrimonio con algún hacendado.

Mi madre, María Casas de Bianchi, trujillana de cuna noble, era una sombra silenciosa a su lado, pero no menos imponente. Los tacones de sus zapatos italianos resonaban contra el piso de mármol mientras se dirigía a la capilla privada de nuestra casona, donde las velas nunca se apagaban. El roce de su falda al caminar era como un susurro de advertencia, recordándome constantemente el comportamiento que se esperaba de una señorita de nuestra posición. "Los sueños, querida, son distracciones que desvían a las almas del verdadero camino de Dios", me había dicho una vez, cuando me atreví a confesarle mis anhelos de una vida diferente.

A pesar del lujo que nos rodeaba, cada rincón de nuestra casa me resultaba más asfixiante que el anterior. Los pasillos largos y silenciosos, adornados con retratos familiares y tapices antiguos, parecían extenderse infinitamente, reflejando la frialdad de mi vida. Desde mi ventana, podía ver los jardines perfectamente cuidados, con las fuentes de mármol y las rosas que florecían en perfecta simetría, como si toda la belleza natural estuviera también atrapada bajo el mismo control opresivo que gobernaba nuestras vidas.
Mis días en la casa eran tan monótonos como predecibles. Me levantaba temprano para desayunar en el gran comedor, bajo la atenta mirada de mi padre, cuyas exigencias alcanzaban hasta los más pequeños detalles de nuestro comportamiento. Recuerdo cómo un día, al ver que sostenía el tenedor de manera incorrecta, hizo una pausa en su lectura del periódico para corregirme. "Una Bianchi nunca debe parecer descuidada, ni siquiera en su forma de comer", dijo, y la incomodidad de su observación quedó suspendida sobre la mesa durante todo el desayuno.

A mis dieciocho años, cursaba el primer año de Derecho en la universidad donde mi padre enseñaba, aunque él hubiera preferido verme casada con algún hijo de sus socios comerciales. Mi hermana Olivia, tres años mayor, estudiaba Literatura en su tercer año, y su aparente docilidad le había ganado el favor de nuestros padres. Sin embargo, yo conocía su secreto: en las noches, cuando el silencio envolvía la casona, se escabullía al antiguo cobertizo para tocar un violín rescatado de la buhardilla, interpretando melodías libres y salvajes que nuestro padre jamás aprobaría. Mientras yo luchaba por mantenerme en línea con las expectativas de mi padre, ella parecía deslizarse entre las normas con gracia. Su pasión por el arte era tan evidente que incluso mi padre, en sus momentos de mayor dureza, parecía respetarla por ello.

Muchas noches me encontraba observando a mi hermana en silencio, preguntándome cómo lograba moverse con tanta ligereza en una casa que para mí parecía una prisión. Siempre impecable, siempre correcta, era la imagen perfecta de la obediencia. Mi madre la adoraba: la forma en que se sentaba erguida en la mesa, con las manos cruzadas sobre su regazo, o cómo inclinaba la cabeza ligeramente al recibir las bendiciones de mi padre. Ella era la hija que todo padre conservador anhelaba, una extensión natural de sus valores, o al menos eso parecía.

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