Levi Ackerman

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La lluvia resuena incesante y no deja que ningún sonido más allá de la habitación penetre salvo por las gotas repicando con fuerza contra las ventanas. El sudor resbala por mi frente tras otra maldita pesadilla. Apenas puedo oír el latido desbocado de mi corazón y la respiración de Erwin bajo el estruendo de la tormenta. Su peso hunde el colchón y me arrastra a su lado. Notar el calor de su cuerpo tan cerca es reconfortante. Aún dormido, Erwin se abraza a mi muslo y murmura. Dice mucho de cuánto tiempo llevo sin tener una pesadilla el que no se haya despertado al notar mi más mínimo movimiento.

Creía que al fin me había librado de esas putas pesadillas pero sólo soy un imbécil. No sé qué esperaba. No volver a ver esas malditas paredes blancas o la capa verde sobre mi regazo. No notar el frío del acero contra mi piel. Poder olvidar la sensación del alcohol nublando mi pensamiento. O la impresión de estar volviendo al fin a casa. Sólo un instante y podría volver a sentirlo. Por un segundo todo volvería a estar bien.


Ese sentimiento de paz absoluta me aterroriza.


El tacto suave de las sábanas bajo la palma de mi mano me recuerda que estoy en casa. Que ya estoy donde quiero estar. El olor de la lluvia se mezcla con el de la tierra húmeda y la hierba recién cortada. Es un olor limpio que me arrastra al centenar de expediciones fuera de las murallas. No las he visto en mis sueños pero las recuerdo. Por un segundo es como si volviera a estar allí. La línea entre el pasado y el presente es demasiado tenue para saber qué es real. El tacto de mi alianza acariciando la piel me devuelve al ahora. Estoy en nuestra cama, en nuestra habitación; el aliento de Erwin cálido contra las yemas de mis dedos.

Antes o después iba a pasar. Mi loquera me lo ha dicho cincuenta mil veces. La curación no es lineal. Hay días buenos, días no tan buenos y otros que son una puta mierda. Ahora mismo es como si el mundo se estuviera derrumbando a mi alrededor. Estoy condenado a no escapar de una vida que ni siquiera es mía. Como si no hubiese tenido que comer suficiente mierda. Odio la lluvia. La odio. Siempre la he odiado, desde que sólo era un crío.


La lluvia también repicaba contra el cristal de la única ventana en el sótano en el que vivíamos la noche en que mi madre murió. La hojarasca la había cubierto por completo y el agua se colaba por la junta mal sellada. Las lluvias no habían parado en toda la semana y ni siquiera las dos mantas roñosas sobre la cama servían de nada contra la humedad que penetraba a través de las paredes. Mis manos habían estado entumecidas por el frío durante tantos días que casi había olvidado lo que era sentirlas. No creo que tuviera más de siete u ocho años. Quizá incluso menos, no lo sé.

El sótano en el que vivíamos casi siempre estaba en penumbra. La luz mortecina de la pequeña lámpara que había conseguido rescatar del contenedor de la basura creaba sombras fantasmagóricas contra las paredes del color del cemento. A mi lado, mi madre dormía entre tiritones en una cama demasiado estrecha para los dos. Su respiración sibilante era el único sonido que rompía el estruendo del aguacero. Cada otoño, el miedo me consumía incluso sin entender qué era lo que la estaba matando. La muerte parecía haberse instalado con nosotros. La penumbra le daba un aspecto cadavérico a su rostro anguloso de mejillas hundidas y con ojeras cada vez más pronunciadas. Quizá hubiese empezado como un simple resfriado pero el pitido sólo había hecho que ir a peor. Incluso ahora, al cerrar los ojos, aún puedo oír el ruido de sus pulmones encharcados.

Para entonces, mi madre llevaba enferma mucho tiempo. Soltera y con un crío pequeño, había hecho todo lo necesario para asegurarse que siempre tuviéramos un plato en la mesa pero la calle rara vez es amable con los desesperados. Incluso cuando sonreía, era imposible no ver el desaliento tras sus ojos. Yo era demasiado pequeño para entender el peso que mi existencia cargaba sobre sus hombros. Mis problemas debían resultar demasiado cuando ella misma no era más que una cría enferma de SIDA. La lluvia aún caía con fuerza cuando mi madre exhaló su último aliento. No recuerdo cuanto tiempo estuve allí tumbado junto a su cadáver, demasiado exhausto para llorar, esperando que la muerte se me llevara a mi también.

Chains of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora