Capítulo 8. Esas paredes blancas

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 Sólo es miércoles y lo único que quiero es que termine ya esta maldita semana. Erwin me espera con el coche arrancado frente a la verja de la entrada. No tengo ningunas ganas de tener que pasarme una hora encerrado en el despacho de la doctora Grice pero no ir tampoco es una opción. Sin mucho ánimo, me pongo la cazadora de cuero y guardo mi cartera y el móvil en el bolsillo de mis tejanos.

–Si no salimos ya pillaremos todo el tráfico de hora punta –Erwin grita golpeando la bozina del SUV.

No me molesto en responder mientras compruebo que he apagado todas las luces y cierro la puerta de la entrada. Por la hora que es, ya no viene de cinco minutos. Da igual cuánto tardemos en salir, el tráfico va a ser un puto infierno en cuanto cojamos la salida de Trost. Prefiero no pensar en lo que nos van a sablar por dejar el coche en zona azul. Eso si no acabamos en un puto párking. Intentar aparcar en el centro siempre es una locura.

–Podríamos haber cogido el autobús –contesto cerrando la puerta con un golpe seco–. Eres tú el que ha insistido en coger el coche.

–¿Y tirar una hora y media de mi vida en un trayecto que en coche nos va a llevar veinte minutos? –El motor resuena cuando Erwin al fin saca el coche de nuestro vado–. Siempre puedo dejarte en la puerta e ir a buscar aparcamiento si vamos muy justos.

–Lo que tú digas.

La respuesta ha sonado mucho más áspera de lo que me hubiera gustado pero sigo resentido por su su cabezonería. Erwin no se molesta en contestar antes de encender la radio. La voz de Ella Fitzgerald ocupa el silencio. Los dedos de Erwin repiquetean nerviosos contra el volante mientras conduce entre calles mal asfaltadas. Con la vista perdida al otro lado de la ventana, no le presto ninguna atención. Los campos de trigo brillan de un dorado resplandeciente en esta época del año pero casi no quedan amapolas. La lluvia ha tenido que arrastrar los últimos pétalos. Me gusta verlas durante los últimos meses de verano, cuando se mezclan con el color de los campos de cereales. Sólo hay trigo una vez dejamos nuestra urbanización atrás.


Es la primera vez en mucho tiempo que Erwin ha insistido tanto en acompañarme. La impresión de que me trata como si no fuera más que un crío o un inválido sólo consigue ponerme de mal humor. La sesión la tengo a las siete y para venir conmigo tiene que salir antes del curro. Odio que tenga que pedir favores, y aún más, por mi culpa. Apenas tengo diez minutos andando hasta la parada del bus y me deja en la misma puerta de la consulta. No es como si me fuera a pasar algo.

Por mucho que me cabree, Erwin tiene motivos para estar preocupado. En cualquier otro momento habría insistido mucho más en ir yo solo pero mi ausencia de ayer, como Erwin llama a cuando mi mente parece irse muy lejos, aún lo tiene asustado. No necesito ser un genio para darme cuenta sólo con la de veces que me ha llamado esta mañana. Me cuesta imaginar que hoy haya conseguido hacer nada en todo el día. Su cabeza tiene que haberlo estado torturando con decenas de escenarios horribles.

–¿Puedes poner algo que no sea tan deprimente?

Si tengo que volver a escuchar a Ella Fitzgerald decir "Every time we say goodbye" voy a acabar dándole un puñetazo a alguien.

–¿The Beatles va bien? –Erwin pregunta sin esperar mi respuesta antes de cambiar la lista de reproducción.

La tensión se nota en cada músculo de su cuerpo. Apenas me mira de reojo un instante antes de clavar de nuevo la mirada en la carretera.

–Erwin, lo que sea que esté pasando por tu cabeza. Me importas demasiado para hacerte algo así. Lo sabes, ¿verdad?

–No, no lo sé. –Erwin parece casi asustado de molestar al silencio–. No sé si en media hora vas a seguir aquí conmigo o si vas a volver a irte muy lejos.

Chains of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora