Los deseos se pudren entre nuestros dedos

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Tras horas observando el polvo reflejándose a contraluz sobre la cómoda, al fin mi ansiedad por verlo allí ha conseguido superar la apatía que parece querer atarme a la cama. Al levantarme, todos los músculos de mi espalda protestan tras demasiadas horas hecho un nudo bajo las sábanas. Parezco un alma en pena mientras me arrastro hasta el cuarto de baño. La luz blanca me ataca los ojos. Ahora mismo, la palidez de mi piel no ayuda a disimular las ojeras casi negras. Quizá sería mejor decir que parezco un zombie. No creo que cantara demasiado como extra en una de esas pelis de serie B tan infumables que consiguen ser putas obras maestras. Mi pelo cae lacio sobre la frente y lo noto lo suficientemente graso como para tener que lavarlo. Sólo de pensarlo, me dan ganas de volver a la cama. Pequeños objetivos. Cepillarme los dientes, meterme en la puta bañera y lavarme el pelo. Después, quitar el polvo sobre la cómoda. Si no lo hago, esta noche no voy a poder dormir y lo último que necesito es que Erwin me pille limpiando la habitación a las tres de la mañana.

Parece que hoy el día no va a ser mucho mejor. El brazo me pincha cada vez que intento moverlo y apenas puedo levantarlo por encima del hombro. En el reloj del comedor son casi las tres de la tarde cuando al fin consigo terminar de vestirme. No he comido nada en todo el día, pero la mera idea me revuelve el estómago. El agua hierve en la tetera mientras abro todas las ventanas. El aire se nota algo viciado después de demasiadas horas con la casa chapada.


Paso la tarde en silencio, con la única compañía del viento removiendo las hojas de los árboles en el linde del jardín. Cuando mi mente entra en un espiral, limpiar me ayuda a ordenar mis pensamientos. Mamá siempre se aseguró que sin importar donde estuviéramos, todo oliera a limón y detergente de lavanda. Esos olores siempre me recuerdan esos días en los que aún estaba llena de vida. Me gustaría haber podido presentarle a Erwin, estoy seguro de que le habría caído bien.

La tarde se me ha colado entre los dedos como si fuera arena cuando Erwin me encuentra terminando de vaciar el lavaplatos. El sonido de las llaves al tintinear contra el cenicero del mueble del recibidor es el único aviso que tengo antes de que la voz de mi marido me saque de mi ensimismamiento.

–¿Levi? –Erwin pregunta, dejando su cazadora en el respaldo de una de las sillas del comedor, la bandolera justo encima–. ¿Has podido dormir algo al final?

–No he hecho otra cosa en toda la mañana –contesto sin apartar la mirada de los vasos que estoy repasando antes de guardar en el armario. Cada vez salen con más manchas de cal del lavavajillas–. Has pasado por delante del colgador, ¿en serio tienes que dejar ahí la chaqueta?

–¿Ni siquiera un hola? –Erwin se me abraza por la espalda, su mentón acomodándose contra mi coronilla–. Te he echado de menos.

Erwin sabe de sobra que me saca de quicio ver sus cosas dando vueltas por el comedor, pero da igual cuantas veces lo repita, es un caso perdido. Tiene suerte de que le quiera o más de uno de sus libros habría acabado en la basura. No hay día que no me los encuentre tirados en el sofá de cualquier manera o amontonados en la mesa. Lo entendería si no tuviéramos espacio, pero el mes pasado compramos otra estantería para la habitación pequeña.

–Quizá lo podrías haber pensado antes de dejar tus cosas tiradas por ahí –digo dándole un codazo en el estómago–. Suelta.

–¿Entonces no me has echado de menos? –Erwin me aprieta con más fuerza contra su pecho. Sus labios me hacen sentir escalofríos al rozar mi cuello–. ¿Ni un poco?

–Quizá un poco. –Alzando el rostro, dejo que nuestros labios se encuentren en un pequeño beso–. ¿Los críos te han dado mucho por culo o qué?

Erwin me besa de nuevo en la sien antes de romper el abrazo y recoger su chaqueta. Quizá algún día se acordará sin que tenga que recordárselo; eso me haría feliz. Antes se congelará el infierno, supongo.

Chains of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora