Encuentros inesperados

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El día se ha despertado sin una sola nube en el cielo. La leve brisa es lo único que hace soportable el calor pegajoso de finales de junio. Con las manos en los bolsillos, avanzo por el camino de gravilla que lleva hasta lo que debe ser la entrada. Quizá hubiese sido mejor que Erwin se quedara conmigo, se le dan mejor las primeras impresiones. No parece que haya demasiada gente. Unos cuantos críos gritan mientras animan al grupillo que juega a baloncesto en una cancha improvisada. Al menos la canasta es de verdad. Noto las miradas curiosas de algunos de los chavales clavándose en mi espalda mientras me alejo. Es como un sexto sentido que me ha salvado la vida más veces de las que me gustaría tener que reconocer. Ser el centro de atención rara vez trae nada bueno. Puedo contar las excepciones con los dedos de una mano. No es algo que eche de menos. Ya ni recuerdo cuántas veces había deseado que la gente olvidara mi nombre tras la guerra. Era demasiado sencillo ver la lástima dibujada en los rostros de todos aquellos desconocidos. Prefiero mil veces la curiosidad. No hay lástima en las miradas de esos críos. Les importa una mierda quién sea.


El camino termina en una puerta de doble batiente. El metal plateado está desgastado por el tiempo y los cristales algo amarillentos en otro tiempo debían dejar ver a través. Al entrar, el frío del aire acondicionado me golpea consiguiendo que un escalofrío me recorra la espalda. La recepción es pequeña, de baldosas oscuras y paredes claras. El olor a viejo me hace fruncir la nariz. Las sillas de plástico rojo se ven desgastadas y algo quebradizas.

–Hola. –Me acerco al mostrador de recepción, del mismo color anodino que las paredes.

La música está demasiado alta. La chica tras el mostrador tararea distraída mientras golpea la mesa con el boli entre sus dedos.

–¡Hoo-la! –grito intentando llamar su atención, apoyando los codos contra la madera lacada–. Me dijeron que preguntara aquí.

–¡Oh! –La chica alza el rostro. No puedo evitar fruncir el ceño. Por un momento parece sorprendida de que esté ahí. –¡Tienes que ser Levi! ¡Es verdad! ¡Venías hoy!

El caos parece haberse apoderado de la recepción mientras rebusca en uno de los cajones del escritorio. Intento no prestar atención a la decena de hojas desordenadas de cualquier manera y la maraña de bolis de colores.

–¡Sabía que tenía una copia preparada! –Su voz me sobresalta al dejar un pequeño dossier sobre el mostrador–. Necesito tu firma aquí y aquí. Y necesitaré ver el certificado de penales.

El boli entre sus dedos parece apuntar directo al corazón.

–Tsk –musito al darme cuenta que me la he quedado mirando más rato de lo que podría considerarse normal. Al echar un vistazo rápido a los papeles, no hay nada que no haya firmado antes.

–Si hay algo que no tengas claro, avísame. –Sonríe ignorando por completo que apenas soy capaz de mirarla a la cara.

Al robar el boli de entre sus dedos, me tiemblan las manos. Reconocería esos ojos verdes en cualquier parte. Con letra menuda, escribo mis datos personales en la primera hoja. Debe pensar que soy gilipollas la segunda vez que tacho mi apellido pero incluso algo tan sencillo es más de lo que soy capaz de gestionar. Es Isabel. Está aquí, delante de mí. Y tiene que estar pensando que soy un puto retrasado. Sabía que si algún día llegaba a cruzarme con ella era imposible que supiera quién soy. Saberlo no hace que duela menos.

–¿Hace mucho que trabajas aquí? –pregunto intentando fingir indiferencia sin demasiado éxito. Es imposible fingir cuando me siguen temblando las manos.

Es tan fácil ver a la Isabel de mis recuerdos en su sonrisa burlona, en los hoyuelos de sus mejillas y sus cabellos rojos como el fuego. Por un segundo, me parece estar viéndola reír bajo los escasos rayos de sol que se colaban a través de las grietas del subsuelo al escuchar el canto de un pájaro solitario. Es la misma Isabel y a la vez no lo es. Lleva el pelo mucho más corto de lo que se lo había visto nunca. La edad le sienta bien.

Chains of the pastDonde viven las historias. Descúbrelo ahora