Idilio IV - Los pastores

196 0 0
                                    

BATO. – Dime, Coridón, ¿de quién son las vacas? ¿De Filondas tal vez?

CORIDÓN. – No. Son de Egón. Me las ha confiado para que las apaciente.

BATO. – Seguro que a hurtadillas las ordeñas a todas al atardecer, ¿no?

CORIDÓN. – Imposible. El viejo les pone los terneros a mamar y me vigila.

BATO. − ¿Y el vaquero? ¿Por qué no está? ¿A qué lugar se ha ido?

CORIDÓN. − ¿No sabes? Milón se lo ha llevado al Alfeo.

BATO. − ¿Y cuándo ha visto Egón con ojos suyos el aceite de atleta?

CORIDÓN. – Dicen que con Heracles rivaliza en fuerza y en poder.

BATO. – También dice mi madre que soy yo mejor que Polideuces.

CORIDÓN. – Se fue con su pico y con veinte carneros de aquí.

BATO. – Milón persuadiría hasta a los lobos de que rabiaran inmediatamente.

CORIDÓN. – Y aquí las novillas mugen de añoranza por su amo.

BATO. – Pobres animales, ¡qué mal vaquero les ha tocado!

CORIDÓN. – Pobres, sí; ya no quieren pacer.

BATO. – ¡Hay que ver! Aquella ternera está en los puros huesos. ¿Es que come rocío, como la cigarra?

CORIDÓN. – Por Zeus que no. Unas veces la apaciento a la vera del Esaro y le doy un buen haz de blando heno; otras, retoza en las orillas del umbroso Latimno.

BATO. – También ese toro, el bermejo, está delgado. ¡Ojalá tengan uno así los de Lampríadas cuando los demotas sacrifiquen en honor de Hera! Mala gente son los de ese demo.

CORIDÓN. – Y eso que lo llevo a la marisma, y a los prados de Fisco y al Neeto, donde todo crece grande, gatuña, olivarda, fragante toronjil.

BATO . – ¡Ay, miserable Egón! También se irá al otro mundo la vacada, ahora que incluso a ti ha seducido la maldita victoria, y la siringa que un día fabricaste se deshace de moho.

CORIDÓN . – La siringa, no, por las Ninfas que no; porque cuando partió hacia Pisa, me la dejó de regalo. Yo soy hombre aficionado al cantar y a la música, entono bien las tonadas de Glauca y las de Pirro. Celebro a Crotona ­–«Hermosa ciudad Zacinto y...»– y al santuario de Hera Lacinia que mira a oriente, donde precisamente el boxeador Egón engulló ochenta tortas él solo. Allí fue también donde sujetó al toro por la pezuña, lo bajó del monte, y lo regaló a Amarilis: las mozas gritaron fuertemente, y el vaquero rió.

BATO. – Encantadora Amarilis, sólo a ti, aun muerta, nunca olvidaremos. El cariño que a mis cabras tengo, por ti lo sentía cuando falleciste. ¡Ay, mezquino destino me ha tocado en suerte!

CORIDÓN. – Hay que resignarse, Bato amigo. Tal vez el mañana sea más propicio. Mientras haya vida, también hay esperanza; los muertos son los que nada esperan. A veces hace Zeus que el cielo esté radiante, otras veces que llueva.

BATO. – Estoy resignado. Espanta los ternerillos de ahí abajo, que los bribones se están comiendo los brotes de los olivos.

CORIDÓN. – Eh, Lepargo, eh Cimeta, a la colina. ¿No has oído? Por Pan que te voy a dar mal fin como no te marches de ahí. Mira, esa torna de nuevo. ¡Ah, si tuviera un corvo cayado para golpearte!

BATO. – Mírame la pierna, Coridón, por Zeus: acaba de clavárseme una espina aquí, bajo el tobillo. ¡Qué grandes son estas espinas! ¡Maldita novilla! Me he herido por atenderla a ella. ¿La ves?

CORIDÓN. – Sí, sí, y la tengo en las uñas. Aquí está.

BATO. – ¡Una punzada tan pequeña, y doblega a un hombre como yo!

CORIDÓN. – Cuando vengas al monte, no vayas descalzo, Bato que en el monte abundan abrojos y zarzales.

BATO. – Y dime, Coridón, ¿sigue el vejete tirándose a aquella amiguita suya cejinegra de la que estaba encariñado?

CORIDÓN. – ¡Infeliz, que si sigue! El otro día, yo mismo fui y lo pillé junto a la cuadra en plena faena.

BATO. – ¡Bien por el amigo cachondo! En casta no se queda muy atrás ni de los Sitirillos ni de los Panes patifeos.

Bucólicos Guerreros - Teócrito de SiracusaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora