Idilio XI - El Cíclope

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Ninguna otra medicina, Nicias, hay contra Amor, ni ungüento, creo yo, ni polvo alguno, sólo las Piérides. Es éste suave y dulce alivio entre los hombres, mas no fácil de hallar. Bien lo sabes tú, pienso, que eres médico y favorito de las nueve Musas. Así fue como mejor se consolaba nuestro paisano el Cíclope, el antiguo Polifemo, cuando se enamoró de Galatea, con el bozo a penas asomando en el labio y las sienes. No mostraba su amor él con manzanas, ni con rosas, ni rizos, sino con verdadero frenesí; ninguna cosa le importaba nada. Muchas veces sus ovejas al redil volvieron solas desde los verdes pastos. Él, cantando a Galatea, se consumía solitario en ribera poblada de algas desde la aurora, con cruel herida en lo hondo de su corazón, que el dardo de la gran diosa de Chipre había puesto en sus entrañas. Halló, empero, un remedio, y, sentado en elevada roca, mirando al mar, cantaba de este modo.

¡Oh blanca Galatea! ¿Por qué rechazas a quien te quiere? Más blanca eres a la vista que la leche cuajada, más tierna que el cordero, más alegre que una ternerilla, más lozana que la uva verde. Vienes en cuanto el dulce sueño me domina, marchas en cuanto el dulce sueño me abandona, huyes cual oveja que viera a cano lobo.

De ti me enamoré, doncella mía, en cuanto aquí llegaste con mi madre para coger jacintos en el monte, y era yo vuestro guía. Después de haberte visto ni antes pude dejar de amarte, ni puedo ahora, no, desde aquel día. Pero a ti nada te importa, por Zeus, nada.

Yo sé, doncella encantadora, por qué me rehúyes. Es porque una sola ceja llena toda mi frente, de oreja a oreja, larga e hirsuta; debajo de ella hay un solo ojo, y una chata nariz sobre la boca. Mas, siendo cual me ves, apaciento mil reses, cuya mejor leche ordeño y bebo. El queso no me falta ni en verano, ni en otoño, ni al final del invierno; mis cañizos están siempre colmados. Sé tocar la siringa como aquí ningún Cíclope la toca, cuando te canto a ti, dulce manzana mía, y a mí mismo también, muchas veces cerrada ya la noche. Para ti crío yo once cervatos, todos acollarados, y cuatro oseznos. Vamos, ven a mí, que no habrá de pesarte. Deja que el verde mar bata la costa, tú pasarás la noche más a gusto en mi gruta conmigo. Allí hay laureles, hay cipreses esbeltos, hay obscura hiedra, hay una parra de dulce frutos, hay agua fresca, bebida de dioses, que de su blanca nieve para mí envía el arbolado Etna. ¿Quién a esto preferiría el mar y las olas?

Mas si yo te parezco demasiado velludo, tengo leña de encina y, bajo la ceniza, el fuego infatigable: por tu mano quemar me dejaría el alma y este único ojo, que es lo que más quiero.

¡Ay, que no me haya parido con branquias mi madre para zambullirme e ir a tu encuentro, y besarte la mano, si no quieres la boca! Te llevaría o jacintos blancos o suaves amapolas de colorados pétalos; pero como éstas nacen en verano, aquéllos en invierno, no podría llevártelos juntos.

Mas ahora, al menos, amor mío, ahora enseguida, aprenderé a nadar, si por ventura un extranjero llega aquí navegando con su nave, y sabré así por qués os gusta vivir en el fondo de los mares.

¡Sal fuera, Galatea, y, tras salir, olvídate, como ahora yo, aquí sentado, de volver a tu casa! ¡Ay, si quisieras pastorear conmigo, ordeñar la leche, poner el agrio cuajo y hacer queso!

Solo mi madre es causa de mi daño, de ella sola me quejo. Nunca jamás te dijo nada grato en favor mío, por más que me ve adelgazar día tras día. Diréle que siento palpitaciones en la cabeza y en ambos pies, para que se entristezca, pues que yo estoy triste.

¡Oh Cíclope, Cíclope! ¿Dónde tienes la cabeza? Si fueras a trenzar canastos y a recoger ramas verdes para tus corderas, demostrarías mucho más juicio. Ordeña la que tienes a tu lado; a la que huye, ¿por qué la persigues? Encontrarás, quizás, otra Galatea aún más hermosa. Muchas son las zagalas que me invitan a que juegue con ellas por la noche; y si les hago caso, las pícaras se ríen. Es claro que en la tierra demuestro yo ser alguien.

Así cantando, Polifemo su amor entretenía, y tan bien no estuviera, si gastara su oro.

Bucólicos Guerreros - Teócrito de SiracusaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora