Idilio VII - La Fiesta de la Cosecha

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Desde la ciudad camino del Hales, Éucrito y yo marchábamos un día acompañados por Amintas, pues ofrecían a Deo las primicias de la cosecha Frasidamo y Antígenes, hijos ambos de Licopeo, ilustres si los hay entre los nobles que tienen su linaje de Clicia y del propio Calcón, el que hizo brotar con su pie la fuente de Burina, apoyando con fuerza su rodilla en la peña. A la vera de ella los chopos y los olmos tejían un bosque de deliciosa sombra, cubiertos de su verde cabellera de follaje. No habíamos llegado aún a la mitad de la jornada ni divisábamos todavía la tumba de Brásilas, cuando topamos por gracia de las Musas con un caminante, hombre de Cidonia y de gran valía; llamábase Lícidas y era cabrero. Esto nadie hubiera dejado de advertirlo al contemplarlo, que sobre todo un cabrero parecía. Cubría sus hombros una piel rubicana de velludo cabrón de espeso pelo, que olía a fresco cuajo. Llevaba en torno al pecho una vieja túnica ceñida por ancho cinturón, y tenía en su diestra un corvo cayado de olivo silvestre. Díjome reposado, con mueca carrona y ojos risueños, pero reteniendo la risa en sus labios: «¿A dónde vas, Simíquidas, con ese paso a mediodía, cuando duerme la lagartija en los muros y ni las cogujadas van y vienes por las losas? ¿Llevas prisa por llegar a un convite al que no has sido invitado, o corres al lagar de alguien de la ciudad? Porque con esa marcha tuya cantan todas las piedras al golpe de las botas.» Yo le respondí: «Lícidas amigo, todos dicen que entre los segadores y pastores tocas tú la siringa como nadie, y ello mucho el corazón me alegra; mas, así y todo, en opinión mía, me atrevo a considerarme igual a ti. Vamos camino de una fiesta de la cosecha: unos amigos míos celebran un convite en honor de Deméter, la del hermoso peplo, con las primicias de su pingüe cosecha, pues la diosa con generosa medida les ha llenado la era, repleta ahora de girano. Mas, ea, pues que compartimos el camino y compartimos también la hora del día, entonemos canciones pastoriles; seguro que nos beneficiaremos mutuamente. También soy yo voz sonora de las Musas, también a mí me llaman todos excelente cantor. Pero yo no les creo fácilmente, por Zeus que no. A mi entender, aún no supero cantando al gran Sicélidas de Samos ni a Filitas: cual rana con los grillos, compito yo con ellos.» Así le hablé de intento, y el cabrero, riendo dulcemente, respondió: «Te doy este cayado, porque eres un arbolillo joven que para la verdad ha conformado Zeus por entero; que a mí me son grandemente odiosos tanto el arquitecto que procura concluir una casa que se iguale con la cima del monte Oromedonte, como todas las aves de las Musas que se afanan en vano con su canto de gallo frente al cantor de Quíos. Mas, ea, comencemos presto el canto pastoril, Simíquidas. Yo voy a... Mira, amigo, si te gusta esta cancioncilla que el otro día elaboré en el monte. (Canta)

Feliz travesía a Mitilene tendrá Ageanacte cuando, con los Cabritos a poniente, persigue el Noto a las húmidas olas, y cuando tiene Orión sus pies en el océano, si salva a Lícidas atormentado por el fuego de Afrodita, que ardiente amor por él me está quemando. Los alciones sosegarán las olas de la mar, y al Noto y al Euro, que remueve las algas más profundas; los alciones, que son las aves más queridas por las verdes Nereidas y por cuantos sacan sus capturas de la mar. Pues que Ageanacte desea navegar a Mitilene, séale todo propicio y tras feliz viaje arribe a puerto. Ese día ceñiré mis sienes con corona de eneldo, de rosas o de alhelíes, y escanciaré del jarro el vino de Ptelea junto al fuego tendido, y en el fuego tostará alguno habas. La yacija de un codo de espesor, será de olivarda, gamón y ensortijado apio. Beberé muellemente recordando a Ageanacte al apurar la copa, sin despegar los labios, hasta las heces. Tocarán para mí la flauta dos pastores, de Acarnas uno, el otro de Licopa; y a su vera Títiro cantará cómo un día Dafnis el vaquero se prendó de Jénea, cómo el monte pensaba por él, y cómo lo llaraban las encinas que hay en las riberas del río Hímeras, cuando se deshacía cual la nieve al pie del alto Hemo, o del Atos, o del Ródope, o del Cáucaso extremo. Y cantará cómo un día ancha caja recibió vivo al cabrero por la maldita soberbia de un tirano, cómo las chatas abejas iban del prado a la fragante caja de cada para alimentarlo con tiernas flores, porque la Musa vertía en su boca dulce néctar. ¡Oh Comatas dichoso!, a ti te aconteció esta ventura, también tú fuiste encerrado en la caja, también tú, alimentado de miel, penaste allí una primavera. ¡Ojalá en mis días te contaras entre los vivos! ¡Cómo te apacentaría yo las lindas cabras por los montes, atento a tu cantar, y tú estarías reclinado bajo las encinas o bajo los pinos entonando suave melodía, oh Comatas divino!»

Cesó él después que dijo esto, y entonces le hablé yo como sigue: «Lícidas amigo, muchas cosas a mí también me enseñaron las Ninfas cuando apacentaba en los montes la vacada, hermosas melodías, que la fama ha llevado, seguro, hasta el trono de Zeus; hay, empero, entre ellas una que en mucho a todas aventaja, y con ésa voy a empezar el canto en honor tuyo. Escucha, pues que a las Musas eres grato. (Canta).

Para Simíquidas estornudaron los Amores, que el cuitado ama tanto a Mirto como las cabras aman la primavera. Arato, en cambio, en todo el más querido para aquél, tiene en su corazón deseo de un muchacho. Aristis bien lo sabe, hombre de mérito y muy distinguido a quien ni el mismo Febo rehusaría el que cantase al son de la lira junto a los trípodes de su santuario; él sabe que Arato se abrasa hasta la médula de amor por un doncel. Ponlo, oh Pan, patrono de la deleitosa llanura de Hómola, en los brazos amantes de mi amigo sin ser llamado, ya sea el tierno Filino, ya sea otro. Y si tal haces, Pan querido, que los zagales de Arcadia no te azoten con escilas en los costados y los hombros cuando obtienen poca carne; mas si lo dispones de otro modo, que te llenes de picores y hayas de desgarrarte con las uñas todo el cuerpo, y duermes entre ortigas. Que en pleno invierno estés en los montes edonios, de cara al Hebro, cerca del Polo; y que en verano pastorees en la remota Etiopía, al pie de la montaña de los blemies, de donde ya no es visible el Nilo. Y vosotros, Amores, rubicundos cual manzanas, dejad las gratas fuentes de Hiétide y de Bíblide, y la ciudad de Ecunte, alta sede de la rubia Dione, y herid con vuestras flechas al adorable Filino; herídmelo, que el malvado no se compadece de mi amigo. Él está ya más maduro que una pera, y las mujeres «Ay, Filino, le dicen, la flor de tu belleza va pasando.» Cesemos ya, Arato, de velar a su puerta y de cansar los pies. Que el gallo a la alborada con su canto deje en otro torpor y desaliento, y que en esa palestra, buen amigo, pierda sólo Molón. Lo nuestro sea el ocio, tengamos a una vieja que, escupiendo, aparte de nosotros lo no grato».

Tal dije, y Lícidas, riendo dulcemente como antes, cedióme su cayado como don de las Musas. Dobló luego a la izquierda, y siguió por el camino que va a Pixa. Éucrito y yo con el bello Amintas en dirección a la casa de Frasidamo. Allí, nos reclinamos gozosos en mullidas yacijas de fragante junco, y sobre pámpanas recién cortadas. Arriba, sobre nuestras cabezas, agitábanse muchos chopos y olmos; allí cerca fluía entre murmullos agua sagrada que se deslizaba de la gruta de las Ninfas; sobre las ramas sombreadas las tostadas cigarras se afanaban con su parloteo; la rana verde croaba a lo lejos en la espesura espinosa de las zarzas; cantaban las alondras y jilgueros, gemía la tórtola, enderredor de las fontanas revoloteaban las rubias abejas. Todo olía a opulenta cosecha, olía a fruta madura. A nuestros pies rodaban las peras, por nuestros costados rodeaban numerosas las manzanas. Las ramas se inclinaban hasta el suelo cargadas de ciruelas. Rompióse el sello cuatriañero de la boca de los cántaros. Ninfas de Castalia, que frencuentáis los riscos del Parnaso, ¿fue tal la jarra que en la rocosa caverna de Folo a Heracles ofreció el viejo Quirón? ¿Fue tal el néctar que hizo bailar en su majada a aquel pastor de las orillas del Anapo, al formidable Polifemo, que apedreaba los barcos con montañas? ¿Fue una bebida cual la que entonces mezclasteis, Ninfas, cabe el altar de Deméter, la diosa de las eras? ¡Que pueda yo otra vez hundir gran bieldo en su montón de grano y ella me sonría, llenas sus manos de espigas y amapolas!

Bucólicos Guerreros - Teócrito de SiracusaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora