Me sobresalto al escuchar la puerta abrirse, aparece Noah tras ella. Miro el reloj de la pared, son las... ¿10:30 de la mañana?
Tendría que estar en clase...
Por un momento no recuerdo lo que pasó ayer, pero la expresión en el rostro de Noah hace que todo aparezca en mi mente de nuevo: la carta, las miradas de mis padres, las lágrimas.
No quiero ser malo con él, pero tampoco es el momento adecuado para molestarme. Lo que quiero ahora mismo es estar solo, por mucho tiempo, o el suficiente para recuperarme, si es que acaso me puedo recuperar.
El vacío y el dolor que siento son enormes. No sabía que pudiera llegar a estar así.
Mi abuelo. Mi propio abuelo. El mismo que me ayudaba a levantarme del suelo cuando me caía, hace muchos años. El mismo que me sonreía y me traía un regalo cada vez que íbamos a su casa a pasar el día. El mismo que me enseñó a jugar al ajedrez, y el mismo que me ganaba en ese juego.
Recuerdo aquel día de verano como si fuese ayer: Él y yo sentados en unas sillas en la terraza, disputando una partida eterna al juego blanco y negro. Ójala hubiese sido realmente eterna...
Él bebía un tinto de verano, y yo un zumo de naranja que mi abuelo me había exprimido aquella mañana, con las naranjas del árbol situado en la esquina del jardín trasero.
Él ponía cara de superioridad cada vez que movía una pieza del juego, y yo me reía enérgicamente.Y ahora no está. No volveré a verle. No volveré a verle sonreír. Y lo peor es que ni siquiera me he despedido.
No han pasado ni 24 horas desde la noticia y le echo demasiado de menos para seguir viviendo.
