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La muerte es una palabra, una acción y un hecho al que hace no mucho temía con todas mis fuerzas. Me aterraba morir y me aterraba que las personas a las que amaba murieran. Aún así, era un concepto con el que estaba familiarizada desde que tenía memoria.

El Distrito Doce era un lugar en donde la vida no se tomaba a la ligera, pocos sobrevivían a causa de la gran escasez de comida, agua y medicamentos, sin mencionar los castigos públicos que algunas veces tenían lugar en la plaza principal, los accidentes en las minas —como el que se cobró la vida de mi padre— o los Juegos.

Fui víctima de cada una de estas situaciones más de una vez, y aún así, aquí seguía, mi corazón no paraba de latir a diferencia del de mis seres queridos, que ya no estaban conmigo, y tenía poca o nula idea de qué hacer con el tiempo que me quedaba, además de severas razones por las cuales yo no lo merecía, ni merecía disfrutarlo o pasarlo haciendo otra cosa que no fuera recordar a todos a quienes me habían abandonado, a quienes asesiné, o esperando a que por fin algo decidiera que era mi momento de abandonar este mundo.

Haymitch, esta casa llena de recámaras vacías, lesiones psicológicas de gravedad y un Distrito plagado de almas en pena era todo lo que me quedaba. Ah, contaba con varias quemaduras y cicatrices, mi arco estaba guardado por ahí junto al broche de Madge, la perla de Peeta y el libro de plantas de mi padre (porque la única fotografía que había de él se la había llevado mi madre cuando huyó al Distrito Cuatro). También estaba la asquerosa maraña de pelusas de Primrose, a la que si tuviera un poco de lucidez, ya habría cocinado.

Al principio, Sae la grasienta venía varios días a la semana para ver que no fuera a hacer alguna locura como clavarme una de mis propias flechas; pero era inteligente y no tardó en darse cuenta de que era demasiado cobarde como para deshacerme de mí misma por cuenta propia y optó por insistir en alimentarme, puesto que yo no me molestaba en hacerlo.

La rutina era pesada, más la única que tenía. Despertar sudando y temblando por las pesadillas, ver a Sae hacer lo que podía por mantenerme viva, volver a dormir y ver a mi hermana morir de nuevo, gritarle a Buttercup, comer un poco de lo que Sae me ofrecía. llorar, mirar a la nada durante horas y volver a dormir. A veces me levantaba para usar el sanitario, era la única vez en el día que me movía más allá del sillón repleto de cobijas.

Pero hubo una mañana, una buena mañana en la que volví a darme cuenta de mi propia existencia y di el primer paso fuera del letargo en el que llevaba meses hundida. No sé qué fue lo que pasó la noche anterior. Una soledad abrumadora se estableció en mi pecho y me tuvo tan inquieta que deambulé por la planta baja de mi casa durante un buen rato, tratando de mantener un posible ataque de pánico a raya. Entonces vi a Buttercup salir por la ventana y la respuesta estuvo allí. A tan solo unos metros de distancia, se miraba la casa de Peeta. Claro que estaba igual de vacía que el resto de las casas de la Aldea a excepción de la de Haymitch y la mía, pero la necesidad me invadió y salí corriendo hacia allá.

La puerta estaba desbloqueada y la casa guardaba un olor a encierro, pero esto en lugar de desagradarme, me tuvo moviéndome escaleras arriba hasta la habitación en la que Peeta dormía. La cama estaba hecha y todo permanecía igual que como él lo dejó..., bueno, una que otra cosa estaba en el suelo, lo más probable por el estruendo del bombardeo que acabó con la mitad de los habitantes del Distrito.

Recorrí el lugar que solo había visitado una vez antes. Miré las pinturas que descansaban en las paredes, hechas por él mismo, de atardeceres y una mía que le di permiso de colgar. Todavía recordaba ese último, era un dibujo más que una pintura, como un boceto. Lo plasmó uno de esos días en los que me ayudaba a completar el libro de plantas de papá. Quiso regalármelo, pero no supe cómo reaccionar y cuando bromeó sobre colgarlo en su habitación si yo no lo aceptaba, con toda sinceridad le dije que estaba bien. Así que él no perdió tiempo en comprarle un bonito marco y ponerlo allí. Me trajo a verlo y fue la primera y única vez que pisé el segundo piso de su casa.

MIENTRAS NO ESTABAS | EVERLARKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora