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Hornear a las tres de la mañana se volvió algo nuestro en lugar de solo suyo.

Bueno... Yo lo miraba hornear mientras hacía la tarea a prueba de tontos como batir huevos, cortar pedazos de queso para los bollitos o cernir la harina. Cómo no, fallaba en casi todas. Mis claras nunca quedaban a punto de nieve (como él le decía a esa consistencia), la harina volaba por doquier y mis cubos de queso eran demasiado grandes y gruesos; pero no importaba, nos distraía de las pesadillas y nos ayudaba a interactuar de la forma más normal que habíamos tenido. Sin cámaras, sin público, sin veneno, sin segundos pensamientos sobre mi relación con Gale, sin las preocupaciones de proteger a las personas. Solo Katniss y Peeta.

Y me agradaba.

No era un secreto que Peeta era encantador, sociable, bromista y elocuente, además de un caballero. Era extraordinario ver que algo de su viejo yo seguía allí, que el Capitolio no lo había borrado todo. Volvía la convivencia sencilla y amigable y tornaba los momentos de silencio en algo cómodo. Los tiempos vacíos no existían a su lado. Lo admiraba por eso.

Así, pasar mis días y noches en su compañía se volvió un hábito sin intentarlo; cuando él no estaba alrededor, anhelaba su presencia.

Era increíble para mí, pero después de un par de sesiones nocturnas de repostería, me di cuenta de que si él tuviera un club de fans —el cual, de hecho, probablemente sí que tenía—, yo sería parte de él.

Una de esas noches, mientras esperábamos a que nuestras creaciones estuvieran listas, acabé por quedarme dormida sobre la mesa de la cocina. Las pesadillas aparecieron eventualmente, teniéndome gritando y retorciéndome en... ¿Eso era su sillón? Él debió de haberme movido allí.

Peeta apareció al instante.

—Shhh tranquila, Katniss. Ya pasó, ¿sí? Solo fue una pesadilla. Está todo bien.

Pero no lo estaba. Sus ojos azules frente a mí eran tan reales como en mi pesadilla. Ahora su cara no estaba ensangrentada ni llena de cortes y arañazos, pero las imágenes se mantenían vívidas y el horror de perderlo a él, también. Habiendo sufrido la muerte de todos aquellos quienes me importaban, no lo pensé mucho al lanzarme a sus brazos, sin importarme si teníamos algunos límites tácitos entre nosotros. Solo necesitaba, aunque fuera por un momento, saber que se encontraba bien, que no estaba siendo atacado por los mismos mutos reptilianos que asesinaron a Finnick, que cada una de sus vísceras seguía dentro de su cuerpo, en donde pertenecían.

Me envolvió por un momento, pero eso no sirvió de nada, todavía lloraba y me sacudía con cada ola de preocupación. Lo empujé, analicé su rostro, pasando mis manos temblorosas por él, asegurandome de no encontrar más que las cicatrices viejas y conocidas. Lo puse de pie para levantar su playera. Piel blanca y abdominales ligeramente marcados aparecieron. Una cicatriz cruzaba por el hueso de su cadera y una línea de vello cruzaba verticalmente por el centro de su estómago, pero era todo. Estaba libre de heridas, ninguna evidencia de que las imágenes reproducidas en mis sueños eran verdaderas. Respiré y me dejé caer al suelo, mi espalda contra el sillón, mis piernas retraídas contra mi torso, dándome un lugar perfecto para esconder la cabeza.

—Estás bien. Estás bien. Estás bien. —me repetí.

Me dio un tiempo para recuperarme antes de acercarse.

—Así es. Todo está en orden —me dio la razón—. Solo fue otra pesadilla más, no hay que ponerle atención, ¿sí?

Asentí, limpiando mis lágrimas y volviendo a encararlo.

—Lamento haberte manoseado. Yo... necesitaba saber que estabas bien.

Él me sonrió y me ayudó a levantarme.

MIENTRAS NO ESTABAS | EVERLARKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora