—¿Te puedes creer que todavía no me lo ha pedido?
Las pulseras de la muñeca derecha tintinearon cuando el puño cerrado de Berta golpeó el volante que sostenía con la izquierda. Al otro lado de las ventanillas tintadas, el sol desprendía la incandescencia infinita de aquella tarde de julio en la que un Mini Cooper rojo con retrovisores y techo blancos se alejaba de Madrid con destino a Miranda del Valle. Se quejaba porque su dedo anular todavía no estaba revestido con el anillo por el que llevaba suspirando ya más de cinco años, cuando Alfonso Ortiz de Zárate —alto, guapo, moreno, adinerado, futuro brillante— le preguntó en el jardín de su casa, bajo la luna menguante, si quería salir con él. A su lado, su amiga Tatiana se ocultaba tras las gafas de sol. Sacaba la mano por la ventanilla y tocaba el viento que iban dejando atrás mientras avanzaban por la autopista; movía la cabeza al ritmo de Efecto Pasillo, frunciendo los labios como para hacerse un selfi, y buscaba entre las notas musicales de su cerebro las palabras que Berta quisiera escuchar en aquel momento.
—Tía, nos vamos de vacaciones. Ya sabes cómo es, cómo son en su familia, lo hará cuando lo tenga que hacer, pero lo hará. Ahora, pasa de él y céntrate en disfrutar que ya verás qué sitio más guapo.
—Te juro que ya no sé qué hacer, tía. Es tan... En fin, ¿sabes? Nos volvimos a quedar solos, empecé a besarle el cuello, porque ya sabes que en la boca, si no sale de él, no quiere que lo haga. Y el tío va, me da un beso en la frente y me dice que me ama. ¡Pues si tanto me amas cómeme ya la boca, joder!
—Yo te juro que a este chaval no lo entiendo. Pero bueno, por lo menos se ve que te quiere de verdad.
—¿Y tú qué tal? ¿Cómo te fue con ese?
—Pues mira, era un friki. Mono, pero un friki. Me dijo que era filólogo, bueno, medio-filólogo porque acababa de terminar segundo y me dijo que tenía una tortuga que se llamaba Dulcinea. ¡Dulcinea! ¿Cómo llamas Dulcinea a una tortuga? ¡Que eres de las Galápagos, no del Toboso!
—Tati, al grano, venga.
—Bueeeeeno, pues nos fuimos de allí mientras hablaba de estas cosas y tuve que callarlo con un beso porque si no me acababa contando la Biblia. Pero vaya, que solo nos liamos, porque yo con ese no quería nada más. Luego le di un número falso y me fui a casa.
—Ya es algo más que yo.
—Anda, no seas así. Mira qué temazo nos acaba de salir.
Utilizando su pulgar y su índice con delicadeza subió el volumen de la radio para escuchar la canción homónima y tratar de animar a su amiga cantando a gritos, bailando hasta donde permitía la movilidad el cinturón de seguridad y subiendo aquellos momentos felices a las stories de Instagram. Cualquier persona que entrara en sus perfiles en las siguientes 24 horas, vería a dos chicas de veintitrés y veinticinco años entusiasmadas ante la idea de pasar, por primera vez, unas vacaciones juntas, lejos de sus familias, de la civilización y de la gente a la que estaban acostumbradas a ver a diario en la Facultad. Poco más podía intuirse de ellas por aquellos fotogramas más que una melena ondulada y negra —a pesar de los filtros— de la persona que realizaba las publicaciones y otra de la que conducía, que lo tenía castaño claro, liso y con mechas californianas. Además, a esta última se le podía adivinar cierta suerte de ropajes de marca: la chaqueta blanca, pese al calor, de Gucci; las gafas de sol de Prada... Dos chicas diseñadas pieza a pieza para atraer una ingente cantidad de atenciones masculinas y femeninas.
En ese sentido, ambas disponían de un amplio catálogo de posibilidades para desarrollar relaciones desde lo más puramente carnal hasta lo más punzantemente amoroso. En el caso de Berta ya estaba claro: Alfonso Ortiz de Zárate era el elegido. No solo por ella, sino también por su familia. Los Ortiz de Zárate eran una de las familias más importantes no solamente de Madrid, sino de todo el país, por lo que forjar una alianza matrimonial con ellos era algo a lo que aspiraba prácticamente cualquier otra familia, adinerada o no. Sin embargo, muchos habían llamado a la puerta de Berta sin lograr absolutamente nada. Cinco años atrás ya eran pocas las posibilidades, puesto que siempre había sido selectiva y exquisita con las personas con las que había mantenido algún tipo de relación y nunca había cruzado el límite de encamarse con nadie porque en su conciencia siempre aparecía la voz de su padre recordándole lo que una chica de su ralea debía hacer.
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Aceros inoxidables
RomanceBerta y Tatiana son dos amigas de la facultad que deciden pasar un periodo estival de recreación en Miranda del Valle, un pequeño pueblo rural donde todas las habladurías y leyendas populares hablan de un personaje tradicional: el afilador.