Capítulo 8

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La Citroën C-15 avanzaba por la carretera principal del pueblo con parsimonia y cuidado de no llevarse a ningún grupo de personas en estado de embriaguez que salían de la Discoteca Sonic en aquel momento. A través de la ventanilla, Juli observaba a todas aquellos seres con una mezcla de desprecio y envidia provocada por no poder ser uno de ellos, por estar de camino a la finca para seguir recolectando las cerezas que otros se comerían. Es cierto que la Sonic no era el lugar que más satisfacción le producía del mundo, pero era mucho mejor pasar el rato con los amigos que en el campo. Sus progenitores iban delante, en absoluto silencio, sabedores de que en los asientos traseros viajaba una criatura a la que estaban perdiendo a pasos agigantados. Eran las seis y catorce de la mañana.

Para Juli era una mañana como cualquier otra de verano: de cerezo en cerezo, rellenando cajones con una cantidad ingente de cerezas que podría cubrir la demanda de cualquier supermercado sin problema. Todas cogidas con sus manos. Deseaba empuñarlas todas y arrojarlas al vacío, pisotearlas, prenderles fuego. Cualquier cosa menos estar allí perdiendo el tiempo. Lo trágico es que no veía el final. Sus padres le decían que cada vez quedaba menos para terminar la cerecera, pero no era consuelo. Sabía que después vendrían las frambuesas, las castañas y que el ciclo nunca terminaría porque la que tenía con el campo era una relación tóxica.

El tiempo transcurría rápido y, a su vez, parecía no pasar en una actividad de una monotonía tan acusada. Sin embargo, como cada día, la jornada laboral finalizaría y podría dedicarse a cualquier pasatiempo lo más alejado posible de su casa y de su familia. En Miranda del Valle las posibilidades tampoco eran demasiadas: bares o piscina. O las dos a la vez. O una antes que la otra. 

—Julio, hijo, coge la escalera, acaba con ese cerezo y nos vamos.

—¿Tengo que subir yo a la puta escalera?

—Hostia, hijo, no se te puede decir na.

—Pf, venga, trae pacá.

Juli se acercó a la escalera que reposaba en el suelo junto a la furgoneta blanca. Sin soltarse el garabato del hombro, la asió con las dos manos y la transportó hasta el último cerezo de la mañana, que era el único que todavía lucía el rojo sangre de sus frutos entre sus hojas. Plantó en el suelo la escalera y la acomodó para que no se balanceara lo más mínimo y correr el menor riesgo de caída posible. Ascendió y alargó los brazos para coger las cerezas y depositarlas en la cesta, puñado a puñado. Ni siquiera la poca sombra que proyectaba el cerezo pudo impedir que varias gotas de sudor se le metieran en los ojos, provocándole un escozor insoportable que tampoco pudo aliviar por culpa de la roña que tenía en las manos. 

Diez minutos después terminó de depositar las últimas cerezas. Satisfecho, por fin, comenzó a poner un pie debajo del otro para descender por la escalera en un equilibrio despiadado, ya que el peso de su costado izquierdo era significativamente superior al derecho a causa de la cesta que colgaba de su hombro. Cuando le quedaban cuatro peldaños para pisar el suelo, la escalera se tambaleó lo suficiente como para hacer que el pie izquierdo de Juli resbalara y, gracias a la fuerza que la gravedad ejercía sobre él, cayera de espaldas en el suelo. El contenido de la cesta se desparramó por el suelo en un setenta por ciento y, sin que llegaran a pasar tres segundos desde que el cuerpo de Juli hizo contacto con la tierra, la escalera impactó violentamente a cuatro centímetros de su cara. Por fortuna, había salido ileso, pero el susto no le impidió bramar:

—¡Me cago en el puto Dios ya! ¡Estoy hasta los cojones!

Dicho esto, golpeó la tierra con los nudillos y se incorporó ante la preocupación de su madre, que se había quedado blanca al ver cómo la escalera se había quedado a varios dedos de provocar un accidente de consecuencias fatales, pero que al final solamente le había causado leves rasguños. 

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