El sonido melódico de una flauta de pan despertó súbitamente a Berta.
Ni siquiera miró la hora que era. Decidió levantarse de la cama y desplazarse hacia el piso inferior, sin reparar en si Tatiana dormía acompañada como esperaba o no. Tampoco se lavó la cara, ni revisó el móvil por ver si Alfonso había contestado su mensaje. Simplemente descendió mientras la flauta de pan taladraba su cabeza.
Entró en la cocina y encendió la vitrocerámica. Al escuchar el pitido, la flauta de pan cesó ipso facto el ejercicio del sonido. Extrajo una sartén del armario superior, puso un ligero chorretón de aceite de oliva y buscó en la despensa el pan de molde integral para hacerse unas tostadas.
De pronto, escuchó un ruido.
Sin girarse, expresó:
—¡Buenos días, Tatiana! ¿Anoche qué, pillina?
Nadie respondió.
Unas manos rodearon su cintura y se desplazaron a la altura del vientre.
—Uy... ¡Qué mimosa! ¿Qué pasó anoche?
Pero cuando las manos acariciaron su vientre bajo la camiseta, las notó ásperas. Inmediatamente supo que no se trataba de Tatiana. Acercó sus manos a las que la acariciaban y las sintió: delgadas, con cicatrices sensibles al tacto y las venas marcadas. Tras de sí, un hombre de unos treinta años, con el pelo enmarañado y manchas de pintura por la cara le sonrió y, como en un susurro, le dijo:
—Buenos días, princesa. ¿Me has echao de menos?
El sonido melódico de una flauta de pan sobresaltó a Berta, que entonces sí se despertó de verdad.
Lo primero que hizo fue llevarse las manos al vientre para respirar un ápice más tranquila. Nada de aquello había ocurrido. Después, cogió el iPhone y miró la pantalla para revisar las notificaciones. No le interesaba nada más que revisar en el WhatsApp si Alfonso le había contestado. La respuesta fue negativa, lo cual la entristeció un poco. Se levantó despacio, sin hacer la cama y miró dentro de la habitación de Tatiana. Dormía sola, lo cual quería decir que no había pasado nada interesante entre ella y Julio. Se dirigió hacia el piso inferior y, por primera vez, reparó en las pinturas que decoraban las paredes. Eran entornos naturales: ondulaciones en el mar, árboles movidos por una leve brisa... Si aquellos dibujos estaban hechos por Manolo, tenía mucho mérito. No esperaba que alguien con esa facha pudiera realizar algo mínimamente artístico. Entró en la cocina con la intención de prepararse el desayuno. La flauta de pan seguía sonando en la calle. Observó que, en lugar de la vitrocerámica soñada, había un fuego que no entendía, por lo que no podía hacer nada.
¿Qué podría hacer una chica de veinticinco años en aquel momento? Cogió el iPhone y se sentó en el sofá a responder los comentarios a la publicación de Instagram de hacía dieciséis horas. Revisó uno por uno los likes para comprobar si Alfonso había interactuado con ella, pero no lo hizo. Se acercó a la ventana con su cámara de última generación, le sacó una fotografía al paisaje natural, le puso el filtro Jakarta, añadió los hashtags #sunrise y #nature y la subió a las stories. Revisó cada cinco minutos las personas que la habían visto para ver si aparecía Alfonso, pero nada. Movía la pierna sentada impaciente en el sofá de una casa a doscientos y pico kilómetros de su hogar. Tatiana la había convencido de pasar las vacaciones en aquel pueblo, alejadas de todo para desconectar de lo que ya estaban acostumbradas, pero llevaban poco más de veinticuatro horas y, en aquel preciso instante, notaba cómo en su alma se iba abriendo paso el arrepentimiento. Deseaba estar en su cama mullida, con el cuerpo terso de Alfonso funcionando como almohada.
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Aceros inoxidables
RomanceBerta y Tatiana son dos amigas de la facultad que deciden pasar un periodo estival de recreación en Miranda del Valle, un pequeño pueblo rural donde todas las habladurías y leyendas populares hablan de un personaje tradicional: el afilador.