Capítulo 9

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El silencio envolvía toda la cabina del Mini Cooper que conducía Berta. Ni música ni radio ni compañera de viaje ni nada que perturbara su vuelta a casa. Solamente ella y unas profundas ganas de llegar a Madrid, de alejarse del recuerdo del Muecas y de sentir el mullido frescor de su habitación, de sentir la calidez de la presencia de Alfonso. Ni siquiera había comido por no perder un solo segundo en aquel pueblo de mala muerte.

A ratos le asaltaba el recuerdo de la cara del Muecas, su gesto enfermizo y desbordado entre la multitud centrado única y exclusivamente en ella, y eso la perturbaba extremadamente. Para calmarse, recurría al recuerdo de Manolo alejándolo por las malas. Para alejar el recuerdo de Manolo, pensaba en Alfonso y en la última vez que se habían visto. Por último, pensó en Tatiana. ¿Hacía bien dejándola allí a la intemperie? Cada vez que se lo preguntaba, la recordaba sonriendo con Juli, hablando con el resto de sus amigos, con la socorrista. Sin duda, Tatiana había caído de pie en Miranda del Valle, mientras que ella sentía que el cómputo global de los acontecimientos había sido nefasto. Tatiana iba a estar bien y se las apañaría para volver como fuera. Si acaso tenía la intención de volver.

 El único inconveniente del transcurso del viaje fue que el automóvil iba paulatinamente vaciando su depósito de gasolina, por lo que hubo de realizar una parada forzosa a la altura de Talavera de la Reina. Estacionó su vehículo en el surtidor número tres de una gasolinera de marca ambigua, seguidamente asió la manguera y se percató de que no había abierto el depósito. Dejó la manguera, abrió el depósito y, entonces sí, asió la manguera y la introdujo con la intención de llenarlo. Cuando concluyó, guardó la manguera en el surtidor y se dirigió hacia el interior del establecimiento sin darse cuenta de que no llevaba monedero encima. Fue en el preciso instante de ser informada del precio a pagar por parte del dependiente cuando vislumbró que no llevaba a mano nada con lo que realizar el pago, por lo que, tras pedir disculpas al joven, se dirigió hacia el maletero.

Tuvo que abrir la maleta para buscar el bolso en el que había dejado el monedero que contenía la tarjeta de débito con la que realizaba todas sus compras, pero por más que lo hizo no lo encontró.

—¡Vaya por Dios! —exclamó, perdiendo ligeramente la calma. Si no se descompuso inmediatamente fue porque todavía disponía de otro monedero con la tarjeta de crédito al que a partir de ese momento llamó el del "por si acaso". Después de cerrar el maletero, se dirigió de nuevo hacia el dependiente y pudo realizar el pago sin problemas. Se disculpó por la demora y volvió a su vehículo para desplazarlo a un lugar donde no resultara un estorbo para los demás y tratar de buscar el bolso.

—No me jodas que no lo he metido en la maleta. No me jodas, no me jodas, no me jodas. ¡No me jodas! —Las pulseras tintinearon en el momento en el que sus manos impactaron en la maleta con desdén y violencia. Siguió rebuscando sin éxito, miró una y otra vez en su interior, pero no apareció. Ante ella se abrió un abanico de diversas posibilidades: la opción "a", la primera que se le ocurrió, fue escribirle a Tatiana; la opción "b" consistía en seguir adelante sin el bolso, dando por hecho que lo habría metido en alguna parte que ahora era incapaz de recordar; la opción "c" era volver, dado que era el bolso más valioso que había tenido jamás, además de que en su interior se encontraban todo tipo de enseres como la tarjeta de débito; la opción "d", la más factible, suponía sucumbir a la desesperación. 

Agotó los minutos que la Providencia le concedía para la opción "d", ya que estuvo durante siete minutos seguidos pensando en lo tonta que era por no revisar bien todo y salir de Miranda con tanta prisa. Algo le hizo volver a la realidad y ese algo no fue otra cosa que la sonoridad violenta de su estómago pidiendo alimento. "Claro, que ni siquiera he comido y son las tres de la tarde", pensó. Afortunadamente, se encontraba en una estación de servicio y solía haber un restaurante de mala muerte prácticamente en todas ellas. Nunca había consumido nada en ninguno de ellos, ya que los que ella frecuentaba solían tener cierto renombre. Sin embargo, no le quedaba otra opción si no quería coger el coche e introducirse en las ignotas calles de Talavera de la Reina esperando que en algún restaurante algo más elegante le proporcionara comida a las cuatro de la tarde. 

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