—¡Sandías, sandías, melones, melones! ¡Sandías y melones, señora! ¡Ha llegado a su localidad el melonero!
El estruendo metálico de la megafonía de la furgoneta azul marino del melonero, de manera simultánea a las campanas de la iglesia que indicaban que eran las diez ante meridiem, despertaron a Berta de su leve y breve letargo, entorpecido ininterrumpidamente por la santa iglesia que se erguía a escasos metros del Palacio, y que cada media hora hacía saber a todo Miranda del Valle la medida exacta del tiempo mediante los golpes del badajo. Ella sabía que aquello ocurría en todos los pueblos, pero nunca lo había sentido tan de cerca. Los mosquitos y el calor tampoco propiciaron un descanso óptimo. Las sábanas parecían pegársele al cuerpo, aumentando su peso hasta en un doscientos treinta por ciento, y la cabeza todavía le daba vueltas tras el despertar repentino mientras murmuraba, como si alguien pudiera hacer oídos a sus quejas:
—¿Pero qué se piensa este anormal? ¿Que va a ir alguien a comprar sandías y melones a las siete de la santa mañana?
A los pocos segundos escuchó ruidos de cerámica siendo manipulada que provenían del piso inferior. Supo, por ello, que Tatiana ya estaba despierta y que estaba preparando uno de esos desayunos que tanto le gustaban y que tantas veces habían compartido después de salir de fiesta por Madrid. «Cómo puede estar despierta a estas horas» pensó para sí misma.
En cualquier caso, se incorporó tras un periodo de intenso remoloneo y un esfuerzo hercúleo, desenchufó de la corriente su totalmente cargado iPhone y revisó las notificaciones de Instagram y TikTok antes de percatarse de que no eran las siete de la mañana, sino las diez y veinte. Salió de la habitación ataviada con una camiseta grande que le llegaba hasta los muslos y unos calcetines y se dirigió hacia el baño que tenía frente a la puerta de su habitación. Tras cerciorarse concienzudamente de que estaba presentable para su amiga tanto en peinado como en higiene facial, descendió por las escaleras, cruzó el umbral de la sala y en la cocina se encontraba su amiga, rebuscando por los muebles víveres para su supervivencia. Cuando se dio cuenta de que estaba siendo observada, dio media vuelta, se apoyó en la encimera y, mordiéndose el labio inferior, sonrió al ver que su amiga estaba en un estado cercano al de los muertos vivientes.
—No te rías...
—No me río de ti, ¡ja, ja! Estaba pensando en que el de en medio de los Chichos era bastante mono.
—¿Qué? ¿Qué dices de los Chichos ahora?
—Los tres pavos de ayer, los que estaban ahí sentados y nos vacilaron. Los he llamado así porque eran tres y tenían pinta de ser bastante gitanos.
—¡Y que lo digas, tía! ¡Vaya pintas! ¿Mono, dices? ¡Por favor!
—Ay, ¡yo qué sé! Me lo pareció...
—En fin...—dijo negando con la cabeza —¿No has hecho el desayuno?
—Qué va, tía, no hay nada. Tendremos que ir a comprar.
—¿Le preguntamos a Marisa dónde hay tiendas aquí?
—O vamos a dar una vuelta y así vemos el pueblo. Podemos ir a la piscina también, que la verdad es que me apetece un bañito fresquito.
—Puf... Bueno, habrá que hacer el esfuerzo...
Tras esta conversación, ambas se dirigieron al piso superior y se introdujeron en sus respectivas habitaciones, una al lado de la otra, una para cada una. Tatiana, sabiendo que Berta era de las que tardaban en prepararse más de lo que le gustaría, aprovechó para deshacer la maleta y organizar las distintas prendas en el armario: pantalones largos a un lado, los cortos a otro, las faldas, las camisetas, tops, sujetadores, bikinis, ropa interior, maquillajes... Teniendo en cuenta la más que probable visita a la piscina a lo largo de la mañana, decidió ponerse el bikini blanco que tenía para estrenar con un vestido ligero, fácil de quitar para pasar el menor tiempo posible desde que llegaran hasta introducirse en el agua. Se puso unas sandalias, se puso crema solar, las gafas de sol y salió de la habitación. Berta, por su parte, estaba indecisa entre los bikinis de los que disponía.
ESTÁS LEYENDO
Aceros inoxidables
RomanceBerta y Tatiana son dos amigas de la facultad que deciden pasar un periodo estival de recreación en Miranda del Valle, un pequeño pueblo rural donde todas las habladurías y leyendas populares hablan de un personaje tradicional: el afilador.