Tras dos minutos y cuarenta y siete segundos, Marisa se personificó en la puerta del Palacio. Echó un vistazo sigiloso al interior del inmueble y, al identificar al sujeto que se encontraba allí, suspiró profundamente, se volvió a las chicas y les dijo:
—No tenéis de qué preocuparos.
—Uf, menos mal...
Sin hacer mucho caso a lo que había respondido Berta, Marisa vociferó hacia el salón desde el otro lado de la ventana:
—¡¡¡MANOOOOOOLOOOOOOO!!! ¡¡Ven acá pacá!!
Berta y Tatiana dirigieron una mirada inquisitiva a la mujer, que debía rondar los cuarenta años, pero bastante desmejorada, quizás, por la vida en el campo.
—Manolo es mi hermano. Antes vivía aquí, antes de que empezáramos a alquilarlo, pero ahora viene solamente cuando no está alquilao. Creo que se me pasó decírselo, así que toíta la culpa es mía. Lo siento, chicas, no volverá a pasar. Manolo, ¿tú no te has dao cuenta de que la puerta no estaba echá?
Manolo salió por la puerta visiblemente avergonzado, mirando hacia abajo y con las manos en los bolsillos. Fue cuando terminó de desplazarse a la altura de su hermana cuando alzó la mirada y lo primero que pudo vislumbrar fueron unos ojos que eran tan azules reforzados por la incandescencia del sol del mediodía que le bailaron las palabras de Marisa a través del túnel entre su oído izquierdo y el derecho. Lo que los ojos de Berta veían era la figura de un hombre corpulento, de mediana estatura, con el pelo castaño enmarañado, ataviado con un mono de trabajo azul manchado de pintura y con ojos de gacela que denotaban su culpabilidad. Ella tampoco pudo evitar posar su mirada en aquellas manos que salían lentamente de sus bolsillos. Unas manos repletas de cicatrices, de gotas de colores y, lo más llamativo: unas venas tan marcadas que por momentos parecieran que iban a estallar.
Ambos parecieron volver al mundo cuando Marisa volvió a gritar. Fue entonces cuando Manolo comenzó su disculpa:
—Disculpen, señoritas. Na más que me he venío aquí porque me gusta pintar y es donde me se desata la inspiración, pero sabiendo que están ustedes aquí me queo yo en la mi casa y me busco la vía.
—Anda que no le gusta fardar al desgraciao. Él es el afialor de to la comarca del Valle.
—¿El afilador?
—Eso lo he sacao de la familia de la mama, pero como hoy era el día libre que tenía pos me he dicho "pos me voy pal Palacio a pintar un ratillo que ya hacía mucho que no lo hacía" y no sabía que estabais vosotras, lo siento. Y sí, soy el afilaor, mirad las mis manos que están toítas escarchás.
Levantó las manos y las acercó a las atentas miradas de Tatiana y de Berta. Tatiana asintió indiferente, pero Berta inspeccionó nerviosa aquellas manos machacadas por la manipulación de objetos punzantes de todo tipo. Regresó de su ensimismamiento cuando Manolo recogió sus extremidades y se sorprendió al percatarse de que estaban intercambiando por vez primera sus miradas. Ella la apartó rápidamente. Manolo hizo una mueca.
—Anda, batallitas. Tira pa la casa que tengo ya aviao el caldo. Bueno, chicas, lo siento mucho y si puedo hacer algo por las molestias, me decís sin mieo.
—Lo siento mucho yo también, si se os pueo hacer yo algún avío o algo con los cuchillos le decís a Marisa y que me lo diga.
—Vale, ¡muchas gracias y no os preocupéis! Esperemos que no nos falten cosas, ¡je, je!
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Aceros inoxidables
RomanceBerta y Tatiana son dos amigas de la facultad que deciden pasar un periodo estival de recreación en Miranda del Valle, un pequeño pueblo rural donde todas las habladurías y leyendas populares hablan de un personaje tradicional: el afilador.