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Había tocado mujeres en mi pasado, quizás no tantas como cualquier muchacho de mi edad centrados solo en las fiestas nocturnas luego de un largo trabajo laboral o concluyendo sus años de estudio universitarios

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Había tocado mujeres en mi pasado, quizás no tantas como cualquier muchacho de mi edad centrados solo en las fiestas nocturnas luego de un largo trabajo laboral o concluyendo sus años de estudio universitarios. Pero las suficientes para comprender como funcionaba mi cuerpo, para saber que me gustaba y entender que les gustaba a ellas. Sin embargo, ese instante en que mis manos acariciaron cada pequeño limite de Belia, inalcanzable para cualquier otro ser mundano, y la sensación de exclusividad que se había manifestado, entendí que no solo me gustaba que ella sintiera como había comenzado a agradarme la idea de acariciarla, sino el hecho de que a ella le gustara tanto como a mí. También, comprendí que no había explorado mi máximo potencial, y por alguna razón, deseaba hacerlo solo con ella.

Quería que conociera esa exclusividad que, por alguna razón, solo yo podía brindarle.

Me gustaba la idea de explorar más de su mundo, pero no que se involucrara en el mío. Era una situación contradictoria.

Cuando la conocí solo pensaba en una cosa: el dinero que tanto necesitaba para marcharme del pueblo y partir hacia la ciudad. Ella no me interesaba, ni en lo más minino. Una simple pueblerina luciendo una sonrisa inexistente e intencionada con el único propósito de que nadie pudiera saber de lo que sucedía detrás de aquellas cuatro paredes de su casa. Una muchacha simple, con creencias religiosas que no la hacían una santa, y con un carácter realmente fuerte. Una chica con la inocencia rozándole los talones cuando se le presentaba una situación externa a su realidad, y con una extraordinaria mente abierta, una que me sorprendió por completo, intentando comprender más allá de su mundo. Deseando comprenderme, ayudarme.

Entonces, ¿Qué es lo que causa que no pueda dejar de pensar en ella?

Lo sabía. Claro que lo sabía.

Esos ojos, esos malditos ojos verdes fueron el veneno que me envenenó, y ahora resulto en ser el primero en caer de los dos.

Basta. No debía distraerme. No estaba aquí con esta libre exclusividad. Ella me distraía, lograba envolverme solo de la forma que ella sabía hacerlo, aunque no se diera cuenta. Y me molestaba admitir que a veces me gustaba tener la mente en blanco, olvidar solo por un segundo lo que estoy anhelando concretar con el único propósito de escuchar mi apodo surgir entre sus labios.

Era evidente que mis mejillas ardían en el closet. Me había dejado llevar por el impulso momentáneo, ese que comenzó a gustarme cuando mis dedos rozaron su cuerpo en la oscuridad. Me dejé llevar por su aroma, aquella exquisita fragancia a algodón de azúcar y frutos rojos que lo único que me incitaba era a devorarla por completo. Y así lo hice. Sentía que esto solo había quedado a medias. Ambos nos debíamos una revancha.

Odiaba pensar que me estaba centrando solo en ella. No era un estorbo, pero al mismo tiempo me causaba aquella sensación. Me desviaba de aquel plan que había seguido al pie de la letra durante tantos meses repletos de dolor, ardores emocionales y lesiones externas así como internas aun sin sanar.

Ruega Por Mí ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora