Sentenciado a muerte

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Prisión de El Cairo - 1926


El Cairo, una ciudad tan antigua que las estrellas han cambiado de posición en el cielo desde su nacimiento. Una ciudad repleta de todas las formas de vida. Una extraña, misteriosa y maravillosa ciudad. Está sigue conservando grandes maravillas arquitectónicas, pero el edificio de roca natural cincelada, de un sombrío tono de color azul y un diseño inequívoco discorde con la gloria. La prisión de El Cairo, poblado como un hormiguero, laborioso, animado y furibundo como una colmena alberga un patio de la horca y cámaras oficiales de tortura.

Jake no piensa ceder a quedarse con un mapa a medio quemar, y no responde las dudas y cientos de preguntas de Steven mientras conduce por las calles de piedra hacia la prisión. Entran en el patio central a plena luz del día. Steven lo jala del brazo negándose a seguir caminando entre esos muros sin recibir una explicación coherente y no respuestas monosilábicas, «¿Qué hacemos aquí? Ver. ¿Estás en problemas? No. ¿En serio? No. ¿Es por un buen motivo el que estemos aquí? Mal». Jake lo manda a callar de un golpecito detrás de la nuca, Steven frota levemente el sitio del golpe y sigue caminando.

La prisión en cuestión es uno de los peores agujeros del infierno en la tierra. Todas las formas de basura de los bajos fondos se pueden encontrar aquí, ladrones, abusadores, busca pleitos, traficantes y otras tantas maravillas retorcidas de la naturaleza humana. El alcaide, un cabrón de primera categoría, era una criatura grotescamente obesa, con guirnaldas de grasa que le colgaban de la mandíbula sobre el pecho. Era una de las personas más repulsivas con las que se habían topado. Llevaba una capa negra, con el objetivo de disimular la sangre de a quienes torturaban, a esa distancia de él, Jake puede ver que algunas de las manchas todavía están húmedas, y las que se habían secado comenzaban a descomponer el tejido, el hedor de la putrefacción y muerte lo envolvió como el miasma húmedo de un pantano. El alcaide escolta a Steven y Jake a través del patio de la horca con un saludo:

—Vengan, acérquense por aquí, sean bienvenidos a la prisión de El Cairo, mi humilde hogar. Nos honra su presencia aquí, mis señores. No es frecuente que tengamos la oportunidad de recibir a personas ilustres, fue el Doctor Grant un hombre de la más alta reputación y fortuna. Estoy decidido a darles a ambos un tratamiento completo. Primero me voy a presentar. Me llamo Khalid —inclinó su gran cabeza calva, la cual estaba cubierta de tatuajes obscenos con figuras humanas simplificadas haciendo cosas repulsivas a otras, y siguió hablando—: Un hombre muerto de su erudición y cultura no pudo haber tenido más que dos hijos igual de inteligentes y ricos. Los que me conocen bien a menudo se refieren a mí como Khalid el Alcaide.

Khalid tenía un tic nervioso que le hacía parpadear el ojo derecho rápidamente al final de cada frase que pronunciaba. Jake no pudo resistir la tentación, así que le respondió con un guiño. Khalid dejó de sonreír.

—Veo que te gustan las bromitas, señor hijo bastardo. A su debido tiempo te ofreceré chistes que te harán morir de risa —le prometió—. Pero debemos aplazar ese placer un rato más a favor de su visita. Primero fue una riña y tu fianza fue pagada a las pocas horas. Esperaré a que cometas otra estupidez, Lockley. Ya llegará el momento, y estaré listo para ello, te lo aseguro.

Empezó a dar vueltas alrededor de Jake, pero Jake giró a la misma velocidad para mantener la cara hacia él, como un perro guardián, manteniendo a Steven lejos del alcaide.

—No me apetece —contestó en tono demasiado agresivo, cuando llevaba la respuesta escondida en la manga con una barbaridad no dicha. «Gordo cara de culo roto».

El alcaide gruñó algo a sus secuaces y siguió su guía con mordiente sarcasmo.

Steven en ocasiones había visitado a Jake quien había sido encerrado dentro de esos muros, afortunadamente durante pocos días antes de salir en libertad, Steven iba para ofrecerle un poco de ayuda y el consuelo que había en su poder. Sin embargo, su espíritu nunca dejó de conmocionarse, ni su piel de erizarse ante la presencia de la muerte en tal extrema abundancia, mucho más en ese momento en que la amenaza era tan personal, en particular hacia su hermano aún inocente y libre de culpas.

Escrito en Papiro Dorado【MarcSteven】Donde viven las historias. Descúbrelo ahora