dieciocho, pt. 2

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Clay estaba de pie delante de su mesa, agarrándose con fuerza al borde de la madera.

Había una tormenta rabiando en su pecho; un huracán. Ya se había sentido así antes. Así de enfadado. Confundido. Pero siempre había podido manejarlo.

Ahora, sus emociones estaban fuera de control.

Durante un momento, no estuvo seguro de qué iba a hacer. Quería tirar algo, quizá, o destrozar algo. Para hacer que el exterior estuviera como su interior. Pero antes de poder hacer ninguna tontería, una imagen desde su ventana llamó su atención. Observó a George sacar a Daisy de los establos, subirse a su lomo y salir a caballo por las puertas de palacio en mitad de la penumbrosa noche.

Esta visión lo impactó. Se sentó pesadamente a la mesa, y la imagen llenó cada rincón de su mente, acallando la tormenta momentáneamente.

George se había ido, como Clay le había pedido. ¿Se había ido para siempre?

Deja que se vaya, siseó una voz vengativa y amarga en su cabeza. Puedes encontrar otro sirviente el doble de bueno y la mitad de imbécil.

Pero en cuanto se permitió imaginarse, de verdad, un mundo sin George a su lado, este sentimiento se deshizo como arena entre los dedos.

George era especial. Era inteligente. Más de lo que la gente le reconocía. Era increíblemente valiente. Siempre que Clay se metía en problemas, George se lanzaba a su lado aunque no tuviera ninguna forma real de defenderse. Tenía un corazón increíblemente bondadoso. Se preocupaba por todo y por todos, incluso los animales, hasta un nivel que Clay a veces consideraba ridículo pero siempre entrañable.

No había nadie más como George, no para Clay. Llamarlo sirviente no era más que un tecnicismo. La idea de reemplazarlo era... era cómica.

Y Clay acababa de decirle que se fuera.

Pero tenías que hacerlo, se dijo Clay, y su mente entró en bucle otra vez, la tormenta hizo volar sus pensamientos en ráfagas, en todas direcciones. George estaba defendiendo la magia. Había sido irracional, había dicho cosas peligrosas. ¿Qué podría haber hecho Clay?

La inherencia de la maldad en la magia era algo que Clay sabía que era verdad. Fundamentalmente. En lo más profundo, en las partes de uno que nunca cambian. Sabía que su labor era la de proteger las cosas que más ama: su familia, sus amigos, y, sobre todas las cosas, Camelot. También sabía que la magia era una amenaza para Camelot. Todas las veces. Sin excepción. Por lo tanto, su labor era eliminar la magia.

Pero al parecer, George tenía otras ideas. ¿Eso no era digno de plantearse? ¿Es que no tenía relevancia que el propio Clay hubiera visto una zona gris? ¿Que hubiera dudado al mirar a aquella mujer a los ojos?

¿Y si George tiene razón? pensó, y poner ese sentimiento en palabras ya era aterrador. Era cuestionar una premisa que había aceptado sin rechistar toda la vida. Era desafiar los cimientos de sus creencias, las ideas de su padre. Era plantear que, todo este tiempo, todos estos años, Clay podía haber estado equivocado.

Las palabras de su madre resonaron en su mente. Conoces la verdad, Clay.

Ahora mismo no conocía la verdad. Su padre y George, dos personas en las que confiaba de manera implícita, habían mirado a la misma mujer, oído las mismas palabras, y salido de allí con opiniones completamente distintas. Y Clay se encontraba entre ambos. Directamente en el centro.

Clay necesitaba ver a la hechicera otra vez, él solo. Necesitaba hablar con ella. Seguro que había ignorado algo en ella; algo que lo ayudaría a encontrar la respuesta, algo que confirmaría que su padre estaba siendo racional y no dictatorial. Que no había basado todas sus ideas en una mentira. Se sintió ponerse en pie y caminar hacia las puertas, movido por el constante tambor que palpitaba en sus oídos.

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