Cierra los ojos

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La jovencita no sabía cómo sentirse.

Estaba atrapada entre sentimientos positivos y negativos y un extraño dolor que se le acentuaba en el fondo del pecho. Se sentó en el filo de la cama con los ojos llorosos y respiró profunda y pausadamente para quitarse el feo malestar que no la dejaba ni hablar.

Que Kaled le dijera que ni siquiera la veía le dolía, le dolía mucho y en lugares que ni ella sabía que podían doler. Se quitó los pantalones de deporte con un fuerte tirón y se escondió bajo la ropa de cama, acobardada y con el corazón roto.

Aunque siempre había sabido que tenía cero posibilidad de estar con un hombre como Kaled, en el fondo mantenía esa loca esperanza de que algún día, él se iluminara y la mirara con otros ojos, pero recibir la verdad cruda y desde su propia boca, era algo que no esperaba recibir, no tan pronto y mucho menos no de ese modo.

—¿Estás cómoda? —escuchó y se quitó la ropa de cama desde la cara para encontrar a Kaled, quien ocupaba su cuerpo con elegancia.

—Sí.

Le respondió fría y cortante.

—¿Necesitas algo más? —preguntó amable y Flor negó con la cabeza—. Bien —aseguró—. Voy a trabajar en la sala, nos vemos mañana —respondió hosco y cerró la puerta tras él, con el corazón en la garganta.

Se afirmó del muro a su lado con las dos manos y soltó la respiración, la cual se mostró trabajosa y ruidosa. Cerró los ojos y apretó los dientes, apoyando su frente en la blanca pared, dolorido en lo más profundo.

¿Por qué? ¿Por qué Mirko tenía que abrir su bocota? ¿Acaso no podía guardarse sus malditos sentimientos por una vez en la vida? Cuestionó rabioso, pensando en Florence, en sus sentimientos, en lo débil y frágil que se veía, y se dio cuenta que estaba caminando en círculos alrededor de las butacas rojas que tenía en el centro de la sala, alterado y rabioso.

—Maldición —rabió y se tocó la cara con las dos manos.

Se descubrió sudado, acalorado y con la respiración a toda prisa. Sentía un peso en el pecho y no sabía cómo quitárselo, cómo deshacerse de esa mala sensación que no lo dejaba ni pensar, ni respirar.

—Basta —se dijo a él mismo y se sentó en una pequeña mesa redonda en la que solía trabajar cuando salía de la agencia.

Encendió su portátil y como un robot comenzó a trabajar, a teclear mecánicamente lo que recordaba, lo que sabía y lo que debía, conforme y de fondo, seguía pensando en Flor, en la dulzura de su voz, en esos pequeños gestos que hacía con las cejas y la nariz y se emocionó como un niño en navidad cuando recordó que llevaba su cuerpo.

Le envió los informes a su hermano, ni siquiera le importó que estuvieran incompletos y regresó al dormitorio, donde Flor ya dormía desparramada con su cuerpo masculino por todo el colchón y caminó en puntillas para esconderse en el cuarto de baño.

Cerró la puerta con cuidado, pues no quería despertar a la jovencita y se miró al espejo con timidez, con miedo y con la barriga revuelta.

Se gustó tanto que se rio fuerte y tuvo que cubrirse la boca con las dos manos.

Desde el interior de su cuerpo y a través de los ojos de la joven, la pudo ver bien y de cerca. Le encantaron sus ojos claros, pero marrones en el fondo y con esas largas pestañas onduladas que embellecían su mirada. Las mejillas estaban rojas, creando una belleza sinigual, natural, sin maquillaje, sin cirugía, sin nada.

¡Sin nada! ¿Cómo era posible?

Se quitó la sudadera con prisa, como si estuviera desnudándose para él mismo antes de hacerse el amor con los ojos y se admiró con la boca entreabierta frente al espejo. Se tocó con miedo y con la punta de los dedos. Recorrió su cuello, las clavículas y el centro del pecho. Pasó saliva cuando llegó al marcado inicio de sus senos y, aunque moría por estrujarlos entre sus manos, no pudo hacerlo.

Dulce venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora