El hermano de la bestia

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Flor apostó a que su vida no podía ser peor. No solo estaba atrapada en el cuerpo de un hombre bonito y que además le gustaba, sino que ahora no tenía control de sus sentimientos, esos que se hallaban revueltos y complicados.

¿Cómo iba a hacer con su prima, quién también era su mejor amiga y que la conocía cómo la palma de su mano? Pensó, torturándose con el secreto que ahora la unía a Kaled

¿Cómo iba a hacer con sus compañeras de universidad, o con su madre, esa que no la visitaba mucho, pero que le conocía bien? ¿Y con su psicólogo? ¡Ese sí que era el peor! ¿Cómo demonios iban a hacer con su psicólogo, ese que trataba todos sus miedos y aprensiones, además de su trastorno alimenticio?

—Vaya, vaya, vaya —silbó Kaled desde su cuerpo y la miró con grandes ojos. La joven se ruborizó usando el cuerpo masculino, tapándose la erección con la esponja de baño—. Jamás lo habría imaginado de usted, señorita Díaz.

—No, no es lo que usted piensa, yo me-me estaba bañando y... y... ¡ay no, que feo está! —chilló cuando se atrevió a mirarlo y lo encontró duro, rozándole la pelvis.

—No sea dramática, mi pene está bonito —respondió él, bien juguetón y se acercó a la ducha para ayudarla—. Rosadito y de salón —contestó y a Flor se le deformó la cara.

—¡Que asco! —chilló nerviosa y cerró el agua caliente para ver si así se le quitaban esas extrañas sensaciones que tenía.

Podía sentirlo palpitante y caliente, además de una extraña vibración que rodeaba toda la larga zona, que sensibilizaba centímetro a centímetro de su miembro o el miembro de Kaled.

—¿Y en qué estaba pensando? —preguntó Kaled cuando se acercó al vidrio de la ducha de cuerpo completo para admirar su propia rigidez.

Él las conocía bien, se despertaba con una todas las mañanas y le gustaban, eran como su trofeo bonito que combinaba con su cara de niño rico y mimado.

—¿Co-Cómo que en qué estaba pensando? —titubeó ella, nerviosa y un tanto histérica.

¿Cómo sabía eso?

Kaled se acomodó las manos en las caderas y la miró con fastidio. No quería hablarle así de su cuerpo a una desconocida que, además era su asistente de fotocopias y anillados, pero trató de ser comprensivo y encontró calma a toda vergüenza que sentía.

—Se me pone dura por varias razones —detalló y Flor abrió grandes ojos. Ella no quería saber esas cosas. No iba a poder olvidarlas jamás—. Cuando no he tenido sexo en muchos días, ando caliente y ansioso y se me pone dura de la nada —especificó risueño y Flor rodó los ojos.

—Esas cosas a usted no le pasan, porque se la pasa teniendo sexo en la oficina y no quiero imaginar a cuanta muchachita inocente trae a este cochino lugar —habló bien rapidito, evidenciándose nerviosa y mirando con cara de asco a todos lados.

Esa no era ella. Jamás le había respondido así a un hombre y si pensaba bien en las palabras que le había dedicado al pobre de Kaled, caía en cuenta de que acababa de faltarle el respeto.

Esa no era ella, se repitió, asustada por lo que estaba sufriendo.

—Para su información, a este cochino lugar solo viene mi familia, así que considérese afortunada —reprochó él con rabia y se atrevió a abrir el vidrio que encerraba la ducha—. Este es mi templo —unió después y le acercó una toalla para que se envolviera y se relajara—. También se me pone dura con los senos grandes. Amo los melones —confesó y Flor le miró el escote a su cuerpo, ese que el mismo hombre llevaba—. Sí, así de grandes me vuelven loco —reveló mirándose también los senos que ahora tenía bajo la barbilla.

Dulce venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora