La jovencita miró el menú con recelo y titubeó al menos tres veces sobre qué platillo elegir. No podía decidirse si comer arroz, pasta o pastel de papas y tenía un gran dilema conforme contaba calorías en su mente, trabajo que llevaba a diario, incluso antes de irse a la cama.
En vez de contar ovejas, Florence Díaz contaba calorías y nada resultaba más perturbador que eso.
—Dame el bistec con papas y huevo frito, pero extra —dijo Kaled desde el cuerpo de Flor y la mesera apuntó con prisa—. Una coca sin hielo y dos pasteles de papaya.
—No, no, por favor —interfirió Flor desde el cuerpo de Kaled—. No puedes comer todo eso...
—Pero tengo hambre —respondió Flor con una voz que se oyó inocente.
—Son demasiadas calorías, Kaled —rebatió Flor con una ronca y autoritaria voz, situación que incomodó a una de las camareras presentes—. No puedo seguir engordando —refirió a su cuerpo, ese que ahora su jefe llevaba.
—Oye, si dice que tiene hambre, deja que coma lo que quiera —interrumpió la mesera, metiéndose de lleno en su suave discusión—. ¿O tienes problemas con eso? —insistió la camarera, la que escuchaba atentamente lo que decían.
—No-No... yo... —titubeó Flor confundida.
Notó que había dejado en evidencia sus problemas alimenticios.
Todo el personal era femenino y se había ganado el odio de todas las meseras que le miraban con aborrecimiento.
El problema era que, ya no era una chica gorda que contaba calorías, era un hombre bien distinguido, alto y con una musculatura bien trabajada que le decía qué comer y qué no comer a la joven que estaba junto a él.
—No, chicas, no se confundan —siseó Flor con dulzura y miró a Kaled con preocupación—. Estoy a dieta e intento...
—Aun así, él no es tu dueño y no debería meterse en lo que te llevas a la boca. Machista estúpido —respondió una de las comensales y masticó un grueso trozo de pan que tenía en la mano, burlándose de la actitud de Kaled—. Si te quieres comer una verga, allá tú, es tu vida.
—Gracias, pero no es necesario... —Flor quiso seguir hablando, defendiendo la situación, pero Kaled, quien en el fondo era Flor, abandonó el restaurante marchando con furia y azotó la puerta de entrada, lo que creó una fiesta femenina dentro del local.
Kaled, quién por fuera era Flor, se despidió de las chicas que también le aconsejaron sobre su cuerpo, su peso y sus debilidades emocionales; le dijeron que era hermosa, que era delicada, que no necesitaba la aprobación de un cabeza de músculo machista lleno de estereotipos y prejuicios para ser feliz.
Y abandonó el restaurante con tristeza, sintiéndose el hombre más tonto sobre la tierra, comprendiendo por fin un poquito a Florence, quien sí sufría un severo complejo con su cuerpo y una notoria inseguridad que se apreciaba incluso en su andar.
—Lo siento —habló cuando la encontró sentada en un paradero de autobuses.
—Sí, yo también —contestó Flor y se secó el rostro con la mano—. Esto no va a funcionar, Kaled. Lo más sano es que yo vaya a casa y que cada uno siga su camino hasta que todo se solucione.
El hombre ardió por la rabia que lo invadío en ese segundo.
—¿Estás escuchando lo qué dices? —preguntó. Flor asintió con su cabeza—. Tu abuela dijo que solo teníamos treinta días y que luego tendríamos que esperar dos años para recuperar nuestros cuerpos. ¡Dos años!
Ella sollozó y negó.
—Mi abuela va a sentir lástima por mí y va a deshacerse de todo este hechizo tonto —expresó moviendo las manos en el aire.
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Dulce venganza
HumorHechizado por una furiosa abuela, el individualista Kaled Ruiz tendrá que sobrevivir treinta días en el cuerpo de su desdichada e inocente asistente de fotocopias: Florence Díaz. ¿Qué hizo él para merecer aquello? Pues, ser el desgraciado bastardo...