Las brujas de la oficina

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Como Kaled odiaba conducir entre tanta congestión vehicular, le propuso a Flor caminar por las soleadas avenidas y charlar, situación que se les empezaba a dar muy bien, aunque siempre terminaban discutiendo o descubriendo alguna verdad que los machacaba todavía más, pero que, a su vez, los hacía más fuerte, aunque ellos aún no se percataban de eso.

—Entonces, el anexo sesenta llama a recepción y el trece a la sala de copias, en donde estarás tú —suspiró la joven desde el cuerpo masculino, intentando retener toda la información que el hombre le brindaba.

—No es difícil, muñequita —respondió Kaled y la joven rodó los ojos. Aún no podía acostumbrarse a ese apodo, sentía que no le pegaba y por más que le pedía que dejara de llamarla así, él parecía sentirse provocado por esa privación—. Cualquier cosa me llamas, yo estaré atento a todo, además, soy un cero a la izquierda con esas máquinas que usas y posiblemente te necesite...

—Son fotocopiadoras, Kaled, no tienen nada del otro mundo —interrumpió ella, conteniendo una sonrisa.

—Bueno, a mí las copias no me quieren —detalló haciendo una monería.

Flor negó con el ceño arrugado y miró con tristeza la amplia puerta cristalizada del edificio en el que trabajaban, lugar en donde debía enfrentar uno que otro miedo y antes de pasar bajo el umbral, Kaled —desde el cuerpo femenino— le propinó un pequeño empujoncito en la espalda, corrigiendo su postura para que se viera más importante y galán.

Ella se sintió más alta y poderosa y también con mejor actitud y con paso lento desfiló por el lugar, atrayendo muchas miradas, situación que le incomodó.

Flor nunca había disfrutado ser el centro de atención, menos en ese momento en el que se sentía tan débil y sensible. El pulso le tembló cuando la recepcionista del edificio le coqueteó con mirada morbosa y sintió la espalda humedecida cuando el jefe de seguridad se acercó a él para estrecharle la mano con fuerza.

Pensó que le quebraba los dedos con dicho apretón y tuvo que apretar los dientes para contener el dolor, conforme sacudió la mano con disimulo para evitar llorar en el instante.

—¿Cómo le bailas, Ruiz? —preguntó el hombre y Flor inclinó la cabeza con cara de duda.

—No sé bailar —contestó y el jefe de seguridad soltó una carcajada explosiva.

—Dile eso a mi prima —jugó y a la joven se le revolvió la barriga.

Por otro lado, solo como una triste y olvidada espectadora, Flor se mantuvo con la boca cerrada, quien en el fondo era el mismo Kaled, a quien prácticamente ya se lo comían los nervios. Al principio había pensado que iba a ser fácil enfrentar a todos sus conocidos y amigos así como así, pero cada vez que más de ellos aparecían, más rocoso se iba poniendo el camino.

—Credencial —exigió el jefe de seguridad cuando Florence quiso pasar y le obstaculizó el camino.

—¿Cómo qué credencial? —preguntó altanera y se puso roja—. ¿Acaso no sabes quién soy? —insistió con las manos en las caderas, aún confundida ante tanto ojo curioso que le miraba.

—Eh, no, no sé quién eres —respondió el jefe de seguridad y cambió la sonrisa arrogante cuando Kaled estiró su mano e invitó a la joven afectada a pasar

—Es mi asistente de fotocopias...

—¿De fotocopias? —se rio el guardia—. ¿Ese es un puesto de trabajo? ¿Quién lo inventó? —burló otra vez y a Flor, quien llevaba el cuerpo del jefe, le ardió todo y se defendió a ella misma y a quien representaba.

—Yo lo inventé —contestó serio—. Y sí, es un puesto de trabajo y si quieres conservar el tuyo, por favor, evita burlarte de mí personal de trabajo —terminó jadeando, pensando que no sabía desde donde provenía tanta valentía.

Dulce venganzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora