El viaje de regreso a casa se me antojó largo y pesado. Mucho más si cabía que la noche anterior.
Estaba amaneciendo en la ciudad de Boston, y el cielo contaminado se teñía de rojo, amarillo y anaranjado. Eran las seis y media de la mañana cuando nos aproximábamos a la entrada de la mansión.
—Buenos días, señorita Vasiliev, ¿qué madrugadora está hoy? —preguntó la extraña voz a través del intercomunicador.
—Vengo a traerle un desayuno especial a mi mejor amiga —dibujó una falsa sonrisa que al parecer resultó de lo más convincente.
—Disfruten del desayuno —alegó mientras se escuchaba el clic que abría la enorme cancela de hierro.
Como la noche anterior, Nadia estacionó el vehículo en la plaza que quedaba libre junto a mi Ford Mustang. En cuanto sentí que el auto se detuvo por completo, solté todo el aire que llevaba varios minutos reteniendo en mis pulmones.
—No hay moros en la costa —dijo Nadia al momento de abrir el portón del maletero.
Me sentía agotada y todos los músculos y articulaciones de mi cuerpo estaban entumecidos y agarrotados.
—No podremos hacer esto por mucho tiempo —comenté mientras hacía una serie de estiramientos —no podemos seguir saliendo de casa en tu auto, primero porque podría levantar sospechas el que aparezcas todas las noches y a primera hora de la mañana, día si y día también. Y segundo, porque mi cuerpo no está preparado para estas sesiones de yoga de maletero a las que me estoy sometiendo.
Nadia comenzó a reírse, pero en seguida se cubrió la boca. No queríamos que nadie supiese que andábamos por aquí a estas horas de la mañana.
En cuanto salimos del garaje nos deslizamos silenciosas como ninjas escaleras arriba hasta llegar a mi dormitorio. Posiblemente, Berta estuviese ya en la cocina preparando las viandas del día, pero por suerte no se había percatado de nuestra presencia.
En cuanto cerré la puerta y sin mediar palabra me deshice de la ropa que llevaba y la cual, no sé porque, desprendía un fuerte hedor a tabaco, sudor y otras cosas que prefería no descifrar en ese momento.
Salí disparada hacia la ducha, mientras Nadia se recostaba en uno de los sillones orejeros que tenía en la zona de lectura. Apenas tarde diez minutos en ducharme, pero fue tiempo más que suficiente, para que mi adorable amiga se quedase frita en una posición tanto cómica como incómoda en el sillón.
No quise despertarla, ya que parecía que dormía plácidamente, por lo que decidí recostarme en la cama y dar una pequeña cabezada.
Una cabezada que horas más tarde y ante la insistencia de Berta llamando a la puerta de mi dormitorio, fui consciente de que había sido de más de tres horas. Me levanté como un resorte para abrir la puerta.
—No quería despertarte Scarlett, pero como ayer apenas probaste bocado, os he traído algo para desayunar. —agarré la bandeja que sostenía entre las manos y la dejé sobre la cómoda junto a la puerta.
—Muchas gracias Berta. Por cierto, hoy Nadia se quedará a comer. —ella asintió y sin decir más se alejó en dirección a las escaleras.
Tras un delicioso desayuno a base de tortitas con sirope de arce y arándanos, bacon recién hecho, huevos revueltos, zumo recién exprimido y café, el mundo se veía de otra forma.
Ya con el estómago lleno, nos pusimos manos a la obra.
Me levanté para sacar el teléfono de la chaqueta que había llevado anoche y busqué el contacto de Jeff Maxwell. Tras varios tonos, una voz queda y afable se apoderó de la línea.
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EN ROJO
RandomUna historia de odio y venganza, donde nadie es lo que parece. Una historia en la que caperucita luce una chupa de cuero rojo, el lobo viste lo último de Armani y el cazador pelea cada noche a vida o muerte. Quizá no sea el cuento que nos contaron...