18. La enfermedad del devoto (parte 1)

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Al despertar, supe que Bernat no estaba a mi lado, no porque no sintiera su presencia o por la ligereza del colchón sobre el cual me hallaba, sino porque, a esas alturas, ya había deducido que jamás lo vería a la luz del día

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Al despertar, supe que Bernat no estaba a mi lado, no porque no sintiera su presencia o por la ligereza del colchón sobre el cual me hallaba, sino porque, a esas alturas, ya había deducido que jamás lo vería a la luz del día. Por esa misma razón, no me sentí abandonado ni triste, al contrario: ahora lo conocía de una forma mucho más profunda.

Alrededor, las velas permanecían encendidas y los relojes marcaban las siete y veinte. Observé el mueble secreter y sentí la lucidez junto al impulso del desahogo. Retiré algunas velas y dejé los relojes al fondo, bien alineados, con tal de despejarme un pequeño espacio de escritura. Tal como esperaba, hallé el tintero y los folios en el cajón.

Es curioso cómo las enfermedades son capaces de poner orden al caos de la mente, traer la calma y ayudar a que los pensamientos lleguen a buen puerto.

Vi la relación con mi hermana de una forma clara, remarcando mis errores y mis aciertos. El amor que nos teníamos no era sano. Tampoco creo que hubiera nada dañino en él, sin embargo, nos impedía vivir nuestras vidas. Mi miedo a perderla era lo que la apartaba de mí. Entendí cada una de sus palabras, estuve dispuesto a dejarla ir siempre que fuera en buenos términos. Lo único que necesitaba era que ella estuviera bien.

Así se lo dejé escrito. Por otro lado, le confesé que sí, había hecho cosas horribles por ella, pero que no me arrepentía de ninguna y que ardería con gusto en el infierno sabiendo que valió la pena.

La última conversación que tuvimos sembró muchas dudas en mí. No sabía hasta qué punto conocía mi historia o mi relación con Bernat, mas no necesitaba ser adivino para intuir que era mucho más de lo que decía. Ante la duda, tomé una decisión poco acertada: la de contarle mis sentimientos por el extraño y que, pensaba, eran recíprocos. Por último, le juré amor eterno, guardé la misiva en el bolsillo de mi chaleco y fui en su búsqueda.

No la encontré abajo, en el comedor, aunque sí a Zeimos y Siset, quienes recién terminaban su desayuno.

—Por fin llegó el relevo —exclamó la señora Mercè al verme.

Ante su presencia se me revolvió el estómago. No recordaba su rostro arrugado y desfigurado ni el olor que desprendía. Por otro lado, me había olvidado de los críos y lo último que esperaba era tener que hacerles de canguro. ¿Qué sabía yo de entretener niños?

—¿Queréis ir a dar un paseo? —les propuse.

Se encogieron de hombros, se miraron entre ellos y, tras llegar a un acuerdo mudo, me siguieron.

Fuimos al establo. No quedaba rastro alguno de la lámpara sustraída en la masía de Montserrat, aunque aún apreciaban algunas gotas de sangre seca sobre la paja. Los niños acariciaron las yeguas y yo me entretuve con los nuevos caballos. Uno era completamente negro; el otro, de un reluciente castaño con una mancha blanca en el hocico. Este último me miraba de una forma inquietante, como si quisiera algo de mí. Di un pequeño paso hacia atrás y el caballo me siguió.

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